martes, 26 de febrero de 2008

Una malicia que no debe morir

En 1978, cuando llegué a París, me apresuré a llamarlo. No porque lo conociera, sino porque Pepe Fernández representaba, para los argentinos, un papel de embajador. Imposible instalarse en esa ciudad sin apelar al inspirador de la "Zamba para Pepe" de María Elena Walsh. Decir "Pepe" significaba aludir a un símbolo: el de los compatriotas de París. De haber existido Manuelita, la tortuga, también a ella la habría llamado.

En el teléfono su respuesta me dejó muda. "¡Alicia! -exclamó- ¡No te imaginás la importancia que has tenido en mi vida!" Dicho por alguien a quien creemos no haber visto jamás, sonaba raro. Al advertir mi silencio, Pepe agregó: "A ver, cerrá los ojos y tratá de recordar quién fue tu primer profesor de piano". Obedecí, cerré los ojos y volvió a mi memoria un corredor oscuro, largo, al final del que se abría una puerta donde se erguía un muchacho de elevada estatura. Estábamos en Ramón L. Falcón 2172, barrio de Flores. Yo vivía en el departamento B, tenía seis años y caminaba por el corredor de mi casa, hacia el departamento del fondo, para tomar mi lección de piano. "¿Ese muchacho alto eras vos?", me sorprendí, mientras Pepe lanzaba carcajadas por partida doble: para festejar mi recuerdo, y porque aquel petisito de quince años no había crecido mucho desde entonces. "Yo con vos me moría de miedo -confesó-. Fuiste mi primera alumnita."

Lo que tampoco supe, ni en esos años ni hasta mucho más tarde, fue que por el oscuro corredor solía pasar el poeta Wilcock, a visitar a Pepe y a su hermana. Wilcock había conocido a los dos adolescentes a la salida del Colón. Los escuchó comentar el concierto con una deliciosa arrogancia y les habló. El era un joven de unos veintiocho años, fino, cultísimo, "Y yo un brutito en todo, salvo en música", contaba Pepe. No sabemos lo que habría resultado su historia, de no mediar ese encuentro. ¿Acaso tiene sentido preguntárselo? Pepe habría sido Pepe de todos modos. Pero gracias a Wilcock, el "brutito" chispeante y de un desopilante desparpajo llegó a la casa de Silvina Ocampo y de Bioy Casares, ya para quedarse, convertido en asiduo comensal de aquellas legendarias comidas en las que siempre estaban Borges, el otro Pepe (Pepe Bianco), y Wilcock.

Silvina lo adoptó de inmediato: el pibe de Flores que no tenía miedo de jugar en el patio de los grandes se volvió su cómplice. Sólo con él podía reírse a gusto, de todo, y de todos. Mientras Borges y Bioy se dedicaban a inventar esos delirios a dúo que a ellos les parecían de una comicidad irresistible ("¿Y si el cielo fuera verde?", "ja, ja", "¿Y si el pasto fuera rosa?", "ja, ja"), Silvina se inclinaba hacia su protegido, le acercaba a la oreja su gran boca de comisuras un poco amargas y susurraba: "¿A vos te divierte Borges?".

A partir de ese momento su vida fue una fiesta. Ni un minuto de soledad. Vivía rodeado de amigos maravillosos que lo visitaban en su casa de Ramón Falcón y después en la de Ramos Mejía. También sus padres tenían sentido del humor: la primera vez que Wilcock fue invitado a comer, olió la cacerola humeante y dijo: "No me gusta". "En la esquina hay un restaurant -contestó la madre sin inmutarse-. Vaya y vuelva para el café". Wilcock comprendió que no sólo el hijo compartía sus códigos. En Ramos Mejía, Pepe conoció a una joven poeta de melenita de oro: María Elena Walsh. El grupo que se juntaba en el jardín de los Fernández, debajo de una noble magnolia, incluía a Héctor Bianciotti, a Ernesto Schoo, a Alberto Greco, a Sara Reboul, a Roberto Sulés, a Horacio Verbitsky. Reírse era un imperativo y una trampa, necesaria para ocultarse. Prohibida la expresión abierta del sentimiento, bienvenidos los chistes que creaban lazos secretos, de tribu, de secta.

El desbande comenzó con el peronismo. En 1951, la partida de Wilcock a Europa fue el puntapié inicial para una serie de adioses risueños que no querían ser desgarradores. La brillante banda que hasta el momento frecuentaba "La Sombra" (un trozo de campo abierto, con una mísera casilla de techo de zinc, donde Wilcock plantaba papas y lentejas y cuyo vecino, un austríaco puede que nazi, había hallado refugio en una cueva cavada bajo tierra) ahora se reunía en el puerto. Hubo idas y vueltas y nuevas despedidas. En 1954, Wilcock se fue para siempre. Lo acompañaban Nené Pugliese, su abnegada amiga, y Elsa Secreto, y Alfredo Novelli. Pepe recordaba el gesto de Silvina, ese día, en el muelle, mientras el barco se alejaba. Ella siempre tenía frío, pero esa vez se arrebujaba como nunca en sus pieles de tigre, temblando, con los anteojos negros para tapar la mirada. "Vos lo tenés que reemplazar", le dijo. A partir de ese momento lo llamaba a cualquier hora: "Vení inmediatamente". Pepe tomaba el tren a los apurones, llegaba desalado y ella: "¡Es que no te veo desde ayer!". Hasta que un día, en el Colón, donde a Pepe acostumbraban transformarle la vida, Bioy Casares le entregó un sobre: "De parte de Silvina. Para que te compres el pasaje. Nos vamos a Europa".

Pepe se embarcó el 5 de agosto de 1954. En París lo esperaba, como siempre, un grupo de compinches: María Elena Walsh y Leda Valladares (las inolvidables Leda y María que rompían el corazón de los franceses con sus largas bagualas), Lalo Schifrin, Julio Cortázar. Tras un encuentro con Wilcock en un pueblito del ducado de Kent, Pepe se quedó en París con el pintor Carlos Courau, probó fortuna en Niza, conoció la experiencia que describe Bianciotti en uno de sus libros autobiográficos: dormir en la calle y comer salteado. Volvió, como en el tango, pero el 13 de abril de 1963, acabó por subirse a otro barco y emigró para siempre. Fue un viaje sin regreso que a María Elena, de vuelta en Buenos Aires, le sonó a abandono. Una melancolía y un reproche que impregnan su canción para el amigo que se va.

Emigrar también significó dejar la música. Después de escribir algunas notas periodísticas para Perfil o Atlántida y de ilustrarlas con sus propias fotos, abrazó la fotografía. La abrazó de verdad, tomándola como un modo de vida y un gozoso pecado (un santo, no sé cuál, ha acuñado la atinada expresión "concupiscencia del ojo"). Pepe lo cometía, como siempre, riendo. Fotografiaba con una picardía inteligente que revelaba, en sus modelos, cosas impensadas. El "instante decisivo" de Cartier Bresson lo iluminó como nunca cuando fotografió a Borges en el vestíbulo del hotel L Hôtel. Borges estaba parado sobre unos mosaicos en forma de sol. "Quédese ahí", le pidió Pepe, y se subió a una escalera de caracol para tomarlo desde arriba. La fotografía de Borges mirando hacia lo alto, de pie sobre los rayos geométricos, fue la elegida por la colección La Pléïade, de Gallimard, al publicar sus obras completas. Pepe (recién ahora me entero de que se llamaba José María) se dio a conocer en la Argentina a través de una exposición en la Fotogalería del Teatro San Martín, organizada por Sara Facio. Fue él quien presentó a Susana Rinaldi y a Bruno Quoquatrix, del Olympia. Incursionó en el cine, en la televisión. Sus célebres desnudos, sus fotografías de Piazzolla, de Monzón, de Jairo, de María Elena, de Guillermo Vilas han dado varias veces la vuelta al mundo.

En 1991 volvió a Buenos Aires. De paso. Quiso ver a Silvina pero Bioy no lo dejó: ella no estaba bien, le dijo. Desde la casa de Guillermo Vilas donde se alojaba, Pepe se quedaba contemplando las ventanas de Silvina. Vilas vivía en el edificio contiguo a la casa de los Bioy. Qué extraña condena atisbar la presencia de Silvina, saberla allí, y no poder despedirse, esta vez en serio. Después, el corazón le empezó a flaquear. Cuando subí los cinco pisos que lo alejaban del resto de la gente, en esa bohardilla de Saint-Germain por la que habían desfilado caravanas de personajes ilustres, me contó: "Hace unos días escuché el tango ´Volver . Me gustaría pero ¿adónde? ¿Tengo un lugar?". Y se rió de sí mismo, como siempre. Al escuchar su risa pensé que a Pepe las carcajadas le hacían de país. Pero debe de ser difícil reírse solo, cuando se ha vivido de manera constante con los otros, junto a los otros. Sé de un amigo, al menos, que se animaba con los cinco pisos: el periodista Jorge Forbes. Muchos, en cambio, entre los que me incluyo, hallaron poco a poco que trepar a verlo se les volvía muy cuesta arriba.

Esa vez Pepe me contó que Wilcock había muerto años atrás, solo, en Italia, en su casa de campo donde tampoco a él lo visitaban. Pepe murió, según parece, este último 14 de julio, también sin nadie. No se requiere mucha perspicacia para imaginar las imágenes que se habrán sucedido ante su vista, en el instante más decisivo de todos. María Elena, Wilcock, Silvina, Borges, Bioy. Nombrar a Pepe implica enumerar la lista de sus amigos, como si el propio fotógrafo se hubiera convertido en una galería de retratos.

Sólo que esa galería sigue existiendo. Puedo dar fe: todos esos retratos están ahí, visibles, amorosamente catalogados en una gruesa carpeta, listos para ser publicados y expuestos. En ellos permanece, inextinguible, su guiño de malicia.

Alicia Dujovne Ortiz

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