miércoles, 27 de febrero de 2008

La confesión del cura que abusó sexualmente de cientos de niños

El cura Oliver O’Grady era tan cortés en sus modales y tan tierno con los niños que los feligreses de su parroquia se disputaban su afecto. Lo invitaban a cenar y a dormir en sus casas, convencidos de que tener un sacerdote en casa era una bendición divina. Por la noche, cuando todos dormían, O’Grady entraba en las habitaciones de los niños. Violó y sodomizó a cientos de ellos, niños y niñas, incluido un bebé de nueve meses. Su espiral de pederastia y los esfuerzos de la Iglesia Católica de Estados Unidos por protegerlo a él y a otros como él están recogidos con testimonios turbadores en Líbranos del mal, un documental que aspira a llevarse el Oscar dentro de tres meses.

Deliver us from evil (Líbranos del mal) es la primera película dirigida por Amy Berg, una productora de televisión que escogió un género documental nada parecido al de Michael Moore. Ella se sitúa detrás de la cámara y permite que la narración sea compuesta a través de los testimonios y las historias que relatan los entrevistados. El efecto es devastador por una razón fundamental: el documental contiene el primer relato ante las cámaras de un sacerdote pederasta dispuesto a contar lo que hizo, cómo lo hizo y por qué lo hizo.

Paradójicamente, la película compone una imagen de Oliver O’Grady situada más en la categoría de enfermo que de delincuente, pero deja a la jerarquía de la Iglesia Católica en Estados Unidos en una posición tenebrosa, metida en una sórdida maquinaria de autoprotección diseñada para ocultar los casos de abusos y entorpecer la acción de la justicia.

La película contiene otro documento inédito: la grabación de las declaraciones judiciales no sólo de O’Grady, sino también de sus superiores eclesiásticos. La comparecencia de Roger Mahony, que como obispo de Stockton (California) trasladaba a O’Grady de parroquia cada vez que surgían denuncias de abusos a niños, demuestra una capacidad sorprendente para ocultar u olvidar los pecados propios. Que Mahony fuera después ascendido a arzobispo y más tarde a lo que es hoy, cardenal de Los Angeles, permite que alguien en el documental se atreva a acusar a la Iglesia Católica de comportarse “como la mafia”, tal y como dice el ex gobernador de Oklahoma Frank Keating, que investigó sin éxito la indiferencia de la jerarquía eclesiástica ante las acusaciones de pederastia.

O’Grady acabó destituido como sacerdote, encarcelado por delitos de violación y deportado a su Irlanda natal cuando cumplió la mitad de los 14 años a los que fue condenado. Ahora recibe una pensión gracias al fondo que le contrataron sus superiores en la Iglesia; el documental sugiere que esta pensión es el agradecimiento por no haber declarado contra Mahony y haberle permitido así llegar a cardenal. En la película, O’Grady habla del “apoyo” que le brindó siempre Mahony y la satisfacción de éste al creer “que habían arreglado discretamente otro problema”.

En Líbranos del mal, O’Grady pasea por las calles de Dublín y se para a mirar a niños que juegan en parques y patios de colegios. Parece extrañamente ajeno a la repugnancia que generan los delitos que cometió y habla de sus actividades como depredado sexual como si fueran una simple afición. “Yo sólo quería abrazar a los niños porque los quería”, dice mirando a la cámara. Habla después de cómo “abrazar” y “mostrar afecto” se convirtió en “tocar”. Durante 20 años, desde 1973 hasta su ingreso en prisión en 1993, O’Grady abusó sexualmente de cientos de niños y niñas. En ese período, el sacerdote fue trasladado de parroquia en varias ocasiones; a quienes alertaron sobre su comportamiento se les garantizó que el padre O’Grady no tendría contacto con niños en su siguiente destino.

Algunos de esos niños, ahora con 30 o 40 años cumplidos, intercalan su recuerdo en el relato del sacerdote. Cuentan sus esfuerzos por olvidar y su miedo a hablar. El aspecto entrañable del ex sacerdote refuerza intensamente el contraste entre el tono de su testimonio y el de sus víctimas, que usan un lenguaje crudo para describir penetraciones anales y vaginales y evitar así que la expresión “abusos sexuales” quede en perífrasis.

Uno de los testimonios más impactantes es, sin embargo, no el de una víctima sino el de su padre, que se maldice por haber abierto la puerta de su casa a un delincuente. Llora ante la cámara “por haberle entregado a mi hija Ann en bandeja”; O’Grady abusó de la niña desde los 5 a los 12 años. Su padre dice haber renunciado a su fe religiosa y haber ganado un sentimiento de culpa con el que vivirá el resto de su vida.

Estadísticas recientes elevan a 100.000 el número de víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes católicos sólo en Estados Unidos. La directora, Amy Berg, cierra la película con otro dato probado: 8 de cada 10 personas que han sufrido esos abusos nunca lo reconocerán ni lo denunciarán.

La semana pasada, Mahony cerró un acuerdo extrajudicial con 45 víctimas de abusos a las que su diócesis, la más grande y acaudalada del país, pagará en total 60 millones de dólares. Cientos de demandas similares siguen su curso. La directora del documental se esfuerza en demostrar que la maquinación para ocultar y hacer callar estas denuncias no se reduce a la confabulación de algunos párrocos rurales, sino que asciende a lo más alto del escalafón católico: fue el cardenal Ratzinger, antes de convertirse en Papa, el que modificó la doctrina canónica para entorpecer cualquier investigación sobre sacerdotes acusados de abusos. Y fue el cardenal Ratzinger, después de convertirse en Papa, el que pidió al presidente de Estados Unidos inmunidad legal frente a una demanda en Texas que lo acusa de conspirar para ocultar delitos de abusos a menores. Es significativo que formulase esa petición de inmunidad ante el Departamento de Estado, porque como jefe de Estado su inmunidad es automática; claramente, los abogados del Papa querían estar seguros.

Javier del Pino / El País, de Madrid. Especial para Página/12

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