martes, 26 de febrero de 2008

Operación Ja Ja

Desde 1999, la ley que propicia la creación de una Cinemateca y Archivo Nacional de la Imagen espera su reglamentación en los cajones del Ministerio de Cultura. Mientras tanto, la historia del cine y la televisión nacionales sólo puede verse a través de una señal de cable privada, Volver (criticada, además, por aprovecharse de esta situación para adquirir a precios irrisorios derechos de transmisión a perpetuidad). En semejante panorama, la edición de clásicos en DVD no deja de ser una buena noticia, por más que las empresas locales insistan en lanzar estas “novedades” sin observar el más mínimo estándar de calidad, y por más que se trate –como es el caso– de A los cirujanos se les va la mano (1980) y Las mujeres son cosa de guapos (1981), películas de Hugo Sofovich protagonizadas por el tándem Porcel-Olmedo, a las que no tardarán en sumarse otras más.

Quien se apresure a objetar el interés de este material hará bien en recordar que, con una docena de títulos bajo el brazo, Hugo Sofovich fue el director más prolífico del período comprendido entre 1976 y 1983 (seguido de cerca por Enrique Carreras, con diez). Y eso no es todo: aproximadamente el 25 por ciento de las películas de la época responden al modelo de la comedia pícara, inspirada en el teatro revisteril. Habida cuenta del rol decisivo que, desde el cierre de los estudios, detenta el Estado en nuestra producción cinematográfica, estas cifras indican una realidad silenciada: lejos de ser una anomalía, la comedia pícara constituyó –junto con la comedia familiar y las películas de aventuras– uno de los bastiones de la política cultural del gobierno de facto.

La constatación debiera disipar, en parte, el cargo de “doble moral” con que se fustigó a los jerarcas militares por mostrarse en la revista Gente junto a sus más destacados representantes, así como también la idea –no del todo exacta– de que el programa ideológico de la última dictadura coincidía –según ella misma proclamaba– con el de cierta tradición moralizante del catolicismo u otros sectores conservadores. Muy por el contrario, si acepta entendérselas como parte de una política cultural, las “locuras” de Porcel y Olmedo nos muestran la existencia de otro proyecto, uno que lamentablemente logró subsistir más allá del fin de la Junta.

La risa, solucion final

Lo primero que estas películas enseñan, a poco de verlas, es que la comedia no siempre supone el cuestionamiento, subversión o parodia del orden dominante; el escarnio burlón bien puede ejercerse desde el lado del poder contra las demás posiciones. Esto queda muy en claro en un viejo chiste, caro al dúo Porcel y Olmedo, en que uno de ellos relata: “No sabés, ayer iba por la calle y vi a cuatro tipos fajando a un enano”. A lo que el otro pregunta: “¿Y qué hiciste?”, recibiendo por toda respuesta: “¿Qué iba a hacer? Me metí y entre los cinco lo reventamos al enano”.

Nótese que el héroe (invariablemente masculino) nunca ocupa de entrada el lugar de representante o ejecutor del poder. En sus películas, Porcel y Olmedo caen o terminan, más o menos por accidente, en situaciones donde “no les queda otra” que adherir a una desigual distribución de fuerzas “reventando al enano”. Si algo consagra a este cine como definitivamente “nuestro”, es el arquetipo del vivo, pelele de pocas luces que encuentra el modo de acomodarse a las circunstancias, sacando de ello un provecho personal: zafar del peligro, dinero en algunos casos y, casi siempre, mujeres.

Putas o gallinas

Con las mujeres ocurre algo “curioso”. Lejos de responder al estereotipo de la idiotez consumada, los personajes de Moria Casán y Susana Giménez son invariablemente más inteligentes que los piolas, y además lo saben. Sin embargo, siempre necesitan de ellos para poner en marcha sus planes, por más que a la hora de la verdad terminen siendo ellas quienes sacan las papas del fuego. Una pregunta inmediata, entonces, sería ¿para qué corno los necesitan? La respuesta es enrevesadamente sencilla: la mujer no tiene “picardía”. Por algún motivo que nunca se explica, ellas pueden pertenecer al poder como cosas, pero nunca sumársele. Sin importar cuán valiosas sean, el poder necesita que nunca dejen de ser objetos... pero reconoce esta necesidad. De allí que no fomente en absoluto la idea de que el único rol deseable para la mujer es el de madre y esposa. Es más: la mujer ideal, la modelo, es aquella que voluntariamente se pone como objeto.

La comedia pícara no abandona la oposición “madre o prostituta”, pero altera por completo sus contenidos. Toda mujer que circule por fuera del ámbito familiar se verá expuesta, ciertamente, al trato y usufructo prostibulario, pero tal circulación no estará de antemano condenada al fracaso, ni sesgada por la censura moral. Recíprocamente, toda mujer que circule dentro de ese ámbito tendrá vedado el placer sexual, tal como apuntan los títulos Con mi mujer no puedo (1977), de Enrique Dawi; y Mi mujer no es mi señora (1978), de Hugo Moser.

La sociedad de El Estanciero

Madre y prostituta dejan de ser entonces lo bueno (la viejita) y lo malo (la bataclana) para convertirse meramente en dos modos distintos de utilizar el cuerpo en el juego del poder: las chicas lo dejan dentro del tablero, “se ponen”, mientras las señoras lo sustraen a condición de consagrarlo a la reproducción de nuevas piezas, los futuros piolas. Lo que se trata, con esto, no es alentar la sexualidad extramatrimonial sino la noción de que lo realmente valioso y placentero es llegar a poseer a esas señoritas como quien se compra el cero kilómetro, la peregrina (y sin embargo muy exitosa) idea de que sólo es posible tener buen sexo pagando, hacer del placer algo que se compra y se vende. Aunque a primera vista esta política sexual parezca contradictoria con la retórica del régimen, no es para nada ajena a su economía política sino totalmente afín a ella. Dicho de otro modo: la dictadura fomenta el imaginario del prostíbulo porque, lejos de ser ajeno a su verdadero funcionamiento (“occidental y cristiano”), el quilombo es la mejor metáfora posible del nuevo espacio social que propone.

Uno de los desafíos de la Junta, cuyo propósito inmediato era erradicar cualquier alternativa al “juego”, consistía en instaurar definitivamente al dinero como mediador único y absoluto de todas las relaciones. Semejante proyecto resultaba demasiado difícil en otros géneros que, como la comedia blanca, se veían obligados a sostener algunos valores “tradicionales” como la familia, la maternidad y el matrimonio. Sólo la comedia pícara ofrecía la posibilidad de proclamar descarnadamente el dinero como único bien. Sandrini y hasta el propio Palito Ortega resultaban, si bien afines en lo discursivo, “reaccionarios” para el propio régimen, en función de esa transformación social que debía impulsar a sangre, fuego y –por qué no– carcajadas.

Los enanos

Desde luego, no todos pueden ser vivos: este humor, este juego, funciona a condición de que haya de quién burlarse. En tal sentido, el primer objeto de escarnio son aquellos que no se atienen a la regulación impuesta por el dinero. El enano, el cieguito o el tullido no reciben el golpe de la carcajada porque sean distintos de un abstracto ideal de “hombre” sino porque “no sirven”, no producen nada (nótese que, en gran medida, la comicidad de Porcel está dada por un físico al límite de la improductividad, marginación de la que sólo puede zafar “avivándose”).

Otro ejemplo lo ofrece el infaltable chiste homofóbico, casi siempre fuera de contexto y forzado. Mientras que en 1975 –cuando todavía estaba medianamente en tensión “el juego”– Cahen Salaberry se anima a coquetear con la confusión en Mi novia, el travesti (finalmente estrenada como Mi novia, el...), en los años siguientes el equívoco sólo se admite en clave nerviosa, tensa e histérica. ¿A qué se debe este “retroceso”? Amén de que en los ‘70 no se había descubierto aún que los homosexuales podían constituir un mercado redituable, dentro de la comedia pícara el “maricón” es un individuo que no participa del juego de la posesión (de mujeres) ni se retira al llano de la reproducción de piolas; es decir, no contribuye al juego. He allí el problema, y no en una vaga moralidad sexual.

Paradójicamente simétrico es el caso de la esposa, la jabru, que se convierte en objeto de escarnio cuando intenta impedir que su marido “juegue” o cuando, olvidando que ya ha retirado su cuerpo, intenta sumarse, como si todavía tuviera algo para vender. Similar suerte corre “el político”, ridiculizado por corrupto (es decir, por retirar del juego monetario una tajada para sí, pero en tal caso siempre recuperable como “piola”; vale decir, Portales) o por solemne, principista, un tipo desubicado que pretende meterse allí donde nadie lo llama (es decir, un modelo de Estado regulador). Durante estos años, de más está decirlo, la solemnidad del Ejército quedará libre de todo asedio, y esta burla sólo aparecerá recién bien entrada la democracia (con Los colimbas se divierten, por ejemplo, de 1986).

El infierno tan temido

El escarnio, en suma, va contra los que amenazan con dar vuelta el juego (los improductivos), sus colaboradores y simpatizantes (los que estando en el margen interior del juego pretenden obstruirlo: esposas y políticos) y por último los indiferentes; vale decir, todos aquellos que no se avivan. No se trata necesariamente del “bobo” sino de aquel que no se pliega al funcionamiento del poder: el gil. Ese es el mayor peligro que corren siempre los protagonistas: terminar del lado de los que pierden para que ganen los vivos. Evitarlo no les resulta sencillo; de un modo u otro, todas y cada una de estas películas cuentan la misma historia, la de un extraño rito de iniciación por medio del cual dos marginales logran integrarse al juego y convertirse en vivos bárbaros, evitando el peligroso escollo de terminar del lado de “la gilada”.

Resulta claro, entonces, por qué estas películas mal filmadas, peor actuadas y supuestamente “obscenas” constituyeron una parte fundamental de la política cultural de la dictadura. Ahora bien, ¿por qué este imaginario prostibulario se restringió al cine y no abarcó también la televisión, por ejemplo? El motivo es sencillo: confinar esa “inmoralidad” al ámbito oscuro y cerrado del cine era el modo más eficaz de llegar a una mayor cantidad de público (que iba a ver allí lo que en todos los demás medios estaba “prohibido”) y al mismo tiempo evitarse cualquier tipo de conflicto con uno de sus aliados fundamentales, los sectores eclesiásticos y conservadores. La estrategia resultó efectiva: con el tiempo, muchas de esas coordenadas lograron extenderse al resto del discurso humorístico –en algunos casos, incluso en nombre del “destape”–, y a la distancia aquellas comedietas vergonzantes se ríen de nosotros, mostrándonos que la verdadera “inmoralidad” contra la que se erigió el Proceso de Reorganización Nacional no era de tipo sexual, moral ni estrictamente política, sino la sustracción de activos (dinero y cuerpos) del sistema de circulación monetario en curso.

El cine en la dictadura

De un lado

Jacinta Pichimahuida se enamora (Enrique Cahen Salaberry, 1977).
Para dejar en claro la distancia entre la comedia pícara y cualquier manifestación transgresora, uno de los directores más exitosos del género (y uno de los más prolíficos de la dictadura, con nueve films en su haber) es el encargado también de dar forma a esta comedia moralizante que comienza y termina con la canción “Aurora”.

La fiesta de todos (Sergio Renán, 1978).
Con ocasión del Mundial de Fútbol 1978, Renán dirige la Olimpia (salvando las distancias estéticas) de la dictadura argentina; una película que alterna fragmentos de los partidos con escenas argumentales donde “el Contra” (Calabró) recibe “lo que se merece” y adustos testimonios de personajes públicos como Félix Luna, que cierra la película explicándonos a todos por qué aquel Mundial fue una verdadera “fiesta de todos”.

Los drogadictos (Enrique Carreras, 1979).
¿Cómo olvidar esta gema del cine “testimonial” protagonizada por Mercedes Carreras, Graciela Alfano y Juan José Camero? Torpe, vulgar e improvisada, su involuntaria comicidad no alcanza a parodiar la apología policial, si bien la escena de Alfano “fumando marihuana” anticipa con creces despropósitos posteriores como los spots de Fleco y Male.

¡Que linda es mi familia! (Palito Ortega, 1980).
Sólo apto para personas con estómago fuerte, el changuito cañero (siete películas en dictadura) no sólo perpetra apologías de las fuerzas como Dos locos en el aire (1976) y Brigada en acción (1977) sino también esta comedia familiar perversa –asesinato y silenciamiento simbólico de la gran Niní Marshall–, donde puede vérselo ingresar a la Catedral Metropolitana del brazo de las Trillizas de Oro cantando “La canción de la alegría”.

Comandos azules (Emilio Vieyra, 1980).
Reverenciado por los cultores del “cine bizarro” merced a desvaríos tales como Sangre de vírgenes (1967), en esta película –y su saga inmediata, Comandos azules en acción– Vieyra se encarga de dejar bien en alto el prestigio y la reputación de los grupos parapoliciales ¡en clave de comedia infantil! Curiosamente (no tanto, en realidad), en 1983 el mismo director es de los primeros en estrenar una película “crítica”: El poder de la censura.

La canción de Buenos Aires (Fernando Siro, 1980).
Además de la comedia pícara, Siro (quien llegó a dirigir 10 películas bajo la dictadura) cultivó también el género de la canción popular, como es el caso de esta comedia relativamente exitosa, con guión suyo y de Elena Cruz, estelarizada por Guillermito Fernández junto a Ricardo Darín y Manuela Bravo.

Mire que es lindo mi país (Rubén Cavalloti, 1981).
A pesar de las nobles intenciones de algunos de sus cultores –como Atahualpa Yupanqui y Eduardo Falú, entreverados aquí con el nefasto Argentino Luna–, este musical delata la afinidad entre el discurso “tradicionalista” y la ideología reaccionaria de la época. Su director llegó a dirigir entre 1995 y 1997 la Escuela de Cine del Instituto, que en ese momento estaba intervenido por Julio Márbiz, “presentador” del film.

Del otro

Los muchachos de antes no usaban arsénico(José Martínez Suárez, 1976).
Estrenada a pocos días del golpe (el 22 de abril), el aislamiento, el encierro y la muerte conforman las notas dominantes y tristemente proféticas de esta extraordinaria comedia de humor negro que se cuenta, indudablemente, entre las pocas obras maestras del cine argentino.

El último amor en Tierra del Fuego (Armando Bo, 1979).
Mientras la comedia pícara fomentaba lo peor, el gran cultor de la “pornografía ingenua” se toma a la chacota todos los símbolos y valores predicados por la dictadura. La escena en que la Coca, maestra de frontera, iza el pabellón nacional en el confín más austral de la Patria, ataviada con un minúsculo guardapolvo, es de una exquisita y mamarracha ironía.

Tiempo de revancha (Adolfo Aristarain, 1981).
Ocultando su pasado, un ex sindicalista logra entrar en una empresa minera, donde un compañero lo convence de fingir un accidente laboral para cobrar la indemnización. Para muchos, este policial tenso y austero no sólo fue considerado una estupenda película sino también el comienzo de la apertura que continuaría, al año siguiente, con Plata dulce, de Fernando Ayala.

El Ovni

Bárbara (Gino Landi, 1980).
Dejando de lado su atractivo como objeto kitsch, esta comedia musical protagonizada por Raffaella Carrá es emblemática del carácter caótico de las políticas culturales de la época. Aquí, la mujer lleva adelante la acción (impagable la escena en que Carrá desbarata a golpes de karate a una banda de maleantes ante la pasividad del galán), se ridiculiza a paramilitares y policías por igual y la inusitada moraleja es que el interés personal (en este caso romántico, desde luego) no debe subordinarse al bien del Estado. Una rareza total y absoluta.

Hugo Salas

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