martes, 26 de febrero de 2008

Barajar y dar de nuevo

Hace un par de semanas, con más lágrimas en las mejillas que María Onetto en la escena de la boda frustrada de la tira Montecristo, los fans locales de la serie norteamericana Six Feet Under, que se pasó por HBO, asistieron a los dos capítulos finales. Aparte de la muerte de Nate y del nacimiento con complicaciones de su hija (no deseada por el finado, sí por Brenda), fueron las situaciones de desbloqueo, de expresión de amor y generosidad entre los miembros de la familia Fisher (y sus antiguas y nuevas relaciones) las de más alto impacto emocional. Entre las cuales, las más enternecedoras resultaron seguramente las del afianzamiento de la reciente familia formada por la pareja de David Fisher (formidable Michael C. Hall) y Keith (ex policía, negro) quienes, después de renunciar al alquiler de vientre, decidieron adoptar a Anthony, un chico negro de esos que nadie quiere por la edad, por el arrastre de problemas familiares.

David, el blanquito, se encariñó con esta criatura dulce y ya resignada al rechazo, pero resultó que Anthony venía junto con hermano adolescente, manifiestamente rebelde. Por amor a David y porque piensa que el riesgo vale la pena, Keith acepta a los dos niños y comienza la vida en familia, la pareja gay va aprendiendo sobre la marcha a ejercer la paternidad (y la maternidad, claro) en momentos de enorme aflicción por la muerte Nate. Y un día, los cuatro reunidos antes de comer, David da las gracias por los alimentos que van a comer, por tener en casa a Anthony y a Durrell, y también les agradece a éstos por haberlos convertido, a él y a Keith, en una familia...

Esta serie sucede en California, en estos comienzos del siglo XXI y desde luego no refleja el estado de cosas en todo el país, pero sin duda ha de haber contribuido a abrir cabezas y corazones con su honesto planteamiento argumental, que no necesitó explicar lo que las estadísticas han probado inequívocamente: que la orientación sexual de madre y/o padre no incide en el buen desarrollo general y la felicidad de l@s hij@s cuando est@s reciben amor, comprensión, cuidados responsables. No es difícil imaginar que los gays y las lesbianas locales deseos@s de adoptar que siguieron la evolución de esta rama de la familia Fisher, han de haberse conmovido doblemente, puesto que en la Argentina l@s homosexuales no pueden adoptar. Aunque estén en pareja estable, aunque tengan vocación y los medios suficientes. Ya es difícil para las personas solas, pero a ellas al menos se les da una chance, lejana por cierto. Entonces, si la decisión de adoptar es muy firme y las reservas de paciencia y perseverancia infinitas, a una pareja homosexual en nuestro país solo le queda mentir, un@ de l@s dos debe decir que no tiene pareja, y sentarse a esperar contra toda desesperanza. Y si por un milagro apareciese por fin una criatura –no un bebé de meses, seguro– esa persona tendría que seguir mintiendo y borrar todas las huellas de su compañer@ cuando reciba las visitas de la asistente social. Para no hablar de toda la problemática que surgiría en la guardería, el jardín, la escuela primaria, las preguntas de compañer@s, las reuniones de padres...

Michael tiene dos madres

Sobre el escenario del salón de fiestas del colegio Laurel Hill, de Setauket –Long Island, estado de Nueva York–, un niño morocho interpreta con mucha soltura a Scar, el villano de El rey León, en una versión escolar de la comedia musical. En la tercera fila de la platea, dos mujeres maduras y corpulentas lo miran embelesadas, con orgullo de madres. En pareja desde hace veinte años, Barbara (56) y Jane (50) tuvieron a Michael hace diez, por inseminación artificial, después de no cumplir lo que sus familias católicas de origen italiano esperaban de ellas: que se casaran con chicos de la misma colectividad y religión. Lo interesante de este caso es que se trata de dos mujeres para nada militantes, aunque desde luego simpatizantes del feminismo y de la lucha por derechos iguales para l@s homosexuales. Dos profesionales que después de varios años de convivencia decidieron fundar una familia con dos madres.

En verdad, fue Jane la más emprendedora, porque Barbara pensaba que iba a resultar demasiado difícil. Cuando se conocieron, ambas era titiriteras y tenían poca plata. Ahora, Jane es radióloga de cáncer de pecho y Barbara trata a niños con problemas de lenguaje, y viven con Michael en una amplia y confortable casa rodeada de verde, en Long Island. Pero en la época en que Jane empezó a pensar en quedar embarazada, el tratamiento les resultaba demasiado costoso. “Yo todavía estaba en la Facultad de Medicina, estudiaba con chicos jóvenes, guapos e inteligentes, algunos se veían bien como futuros padres”, se ríe con ganas Jane. “Empecé a mirar hombres por primera vez en mi vida, en tanto pensaba en el precio de la esperma, de las pruebas a la que hay que someterla, de los medicamentos... Un amigo me aconsejó: te emborrachás, te levantás un tipo y listo. En principio, queríamos que nuestro hijo tuviera un padre, pero no encontramos a nadie que se aviniese a nuestros términos, de modo que tuvimos que encarar el procedimiento de inseminación, alrededor de 2000 dólares todo el trámite, más la medicación. El seguro no lo cubría.”

Jane y Barbara intentaron una docena de veces, incluso trataron de hacerlo ellas mismas cuando se les acababa el dinero. “En mi primer día de trabajo me avisaron que había un paquete para mí, un tanque grande con hielo que decía ‘Reproduction Material’. Mentí que era para una investigación de Jane, agarré un libro con las instrucciones y fui a inyectarle a ella la esperma”, cuenta Barbara. “Una vez que dejamos de reírnos, hicimos el trabajo seriamente porque salía 300 dólares en manos del médico. No tuvimos éxito. Volvimos a la ruta médica, intentamos in vitro, no funcionó. Nos habría gustado tener un donante alto y flaco, para compensar nuestro sobrepeso... Pero no te mandan fotos. Jane tenía que ponerse inyecciones de hormonas, y como toda mujer, gay o straight, que se hace este tratamiento, era una montaña rusa emocional.”

Cuando tuvo lugar el intento número doce, Jane dijo “ya está, se acabó”. A las pocas semanas se sintió indigestada. “No, no –le avisó muy segura Barbara–, estás embarazada.” Chochas de la vida, se lo contaron a sus respectivas familias que tardaron un tiempo asumir la noticia. La madre de Barbara comentó: “Están locas, son demasiado grandes, es muchísimo trabajo”. Y su hija le retrucó: “Qué raro, yo siempre pensé que te gustaba ser madre... Pero, claro, cuando llegó Michael el apoyo fue total”.

Jane sabía que no iba a tener un parto natural, pero igual fue a las clases de preparto, junto con algunas chicas solteras y parejasheterosexuales. “Creo que tuvimos una gran ventaja por ser personas con educación, profesionales”, reconoce Barbara. “Supimos cómo cuidarnos, defender nuestros derechos. También la edad, la experiencia en trabajos ligados a la medicina fueron ventajas. En Maine era ilegal que parejas del mismo sexo adoptaran, de modo que contratamos a una abogada lesbiana muy cara. Queríamos dejar por escrito que si algo le pasaba a Jane, Michael se quedara con Barbara. Lo mejor que nos pudo ofrecer por 1500 dólares fue un papelito que aseguraba la custodia compartida. Quise desafiar al sistema, ir a la Corte, pero la abogada me dijo: vas a perder tu dinero, vas a tener protestas frente a tu casa. Y la verdad es que teníamos que poner nuestra energía en cambiar pañales. Incluso yo estaba con la idea de tener otro chico, así que pensamos en adoptar. Fuimos a una agencia, seguras de ser bien recibidas: Michael se estaba criando muy bien, nos considerábamos dos buenas madres, buenas profesionales. La empleada, queriendo ser amable, nos dijo que teníamos que mentir, una de las dos debía decir que era soltera y sola. Eso fue muy triste, estábamos enojadísimas”.

Barbara y Jane le explicaron a Michael cuál era su situación no bien consideraron que podía entenderlo, “porque estamos orgullosas de él y de nuestra condición, porque sabíamos que lo mejor era la verdad”, dice la primera. “Elegimos ponerlo en una escuela privada progresista. Aunque en 1989 apareció el famoso libro de Leslea Newman Heather Has Two Mommies, con ilustraciones de Diane Souza, la verdad es que en los manuales escolares sigue habiendo como regla general un papá y una mamá. Pasamos mucho tiempo pensando en cómo debía llamarnos Michael, buscamos la palabra mamá en otros idiomas. Hasta que optamos por B y J, nuestras iniciales. Por supuesto que le contamos acerca de la gente gay que está entre nuestros amigos. Y claro que sabemos que alguien nos va a echar en cara el haber tenido dos madres, todos los hijos te enrostran algo alguna vez... Y en esa oportunidad, si nos alcanza el dinero, le compraremos un coche nuevo como soborno”, se muere de risa Barbara. Jane aclara que los roles los intercambian, a veces una es el papá, a veces lo es la otra: “El nos conoce bastante bien y si quiere algo sabe a quién tiene que ir. Mi familia dice que Barbara es un nuestro sargento de seguridad”. “Me encanta ese título, y trato de hacerle honor”, reacciona la interesada.

Al hacer el retrato sucinto de Michael, a Jane se le mojan los ojos: “Es un chico maravilloso, siempre quiere divertirse, hacerte reír. Es muy perceptivo de los sentimientos de los demás, tiene un corazón de verdad”. Barbara contiene la emoción: “Estoy de acuerdo, creo que se parece mucho a Jane, a su lado cálido y dulce, aunque sabe defenderse. A la vez, es un chico muy espiritual, le gusta la Iglesia católica, una necesidad que nosotras no compartimos con él. En ocasiones pienso en el extraño, su donante, su carga genética... Michael tiene unos pies largos y hermoso que no son de la familia de Jane, ¿a quién pertenecen? Me pregunto. El tendrá esta curiosidad más tarde, seguramente. Cuando llegue ese momento tendrá una respuesta sincera y afectuosa, de nosotras, de la gente de nuestra familia, de nuestros amigos”.

Moira Soto

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