martes, 26 de febrero de 2008

Chapa y pintura

Las analogías más estridentes son las que se callan. Aquellas que, en vez de circular y discurrir libremente en la dimensión discursiva de una época y de un lugar, se las ingenian para no irrumpir en la superficie, para esquivar aquel efecto corrosivo totalitario que las palabras ganan en cada acto, en cada pronunciación. Y las hay también de las otras: imágenes que van de acá para allá, que se contraen y expanden al ritmo que dictan los manuales escolares, los noticieros, los diarios y revistas, los panfletos repartidos mecánicamente en las esquinas y esquivados por la mirada y cuyo destino indefectible es el de terminar como bollo anónimo en la cima de un tacho de basura. Como las modas, las analogías son temporales, estacionarias, con fecha de vencimiento. Tanto que están sin que muchos las noten y desaparecen sin alaridos.

Además de matriz filosófica sobre la que se asentó gran parte de la ciencia del siglo XVII para despegar, el mecanicismo ofició desde entonces como fábrica productora en serie de imágenes, de modos de entender el mundo, siempre lo más alejados de las definiciones frías y los modelos precisos y certeros pero sin poesía. Bajo su amparo, el cerebro fue concebido primero según principios hidráulicos; a principios del siglo XX, se lo confundió en cambio con una central telefónica. Y luego, al ritmo del frenesí que echó a rodar incipientemente la informática en la década del ’50, al cerebro se lo emparentó a la fuerza con la computadora (el cerebro como el hardware y la personalidad como el software). Distintos órganos del cuerpo corrieron un destino similar: el corazón como bomba, el sistema nervioso como la red eléctrica de una ciudad, las venas y arterias como autopistas sanguíneas, y el sistema inmune como ejército listo a combatir a un enemigo invasor (los patógenos). Vea donde se vea, las homologaciones descriptivas impulsadas por el mecanicismo se desparramaron con una asombrosa capacidad de esquivar el tiempo, entendiendo siempre al ser humano, antes y ahora, como una máquina biológica, una sumatoria de partes que funcionan, se averían y requieren mantenimiento para volver a funcionar. No son de extrañar, pues, los discursos producidos desde la gimnástica que apuntan a tener “un cuerpo trabajado” o a “cuidar el organismo”.

Pero en el siglo XX hubo un cambio. O más bien, un salto metafórico. Impulsado conscientemente o no por el ecologismo (categoría altamente vaga e imprecisa a la que se recurre únicamente para hacer mención en una sola palabra a las miles de corrientes políticas que se conjugan para defender el medio ambiente), al planeta se lo comenzó a percibir ya no como una máquina aceitada con ritmos meteorológicos precisos, corrientes marítimas a horario, y ciclos biológicos sincronizados, sino más bien como un reloj descompuesto con lluvias de aparición impensada, sequías persistentes, corrientes a destiempo, huracanes inesperados y derretimiento de los casquetes glaciares. O sea, una máquina fuera de control que se precipitó en las arenas de la impredictibilidad por la introducción de la imprudente mano del ser humano en las zonas prohibidas de la maquinaria terrestre.

Y no sólo eso: de un día para el otro (o más bien, de una década a otra), el reloj descompuesto mutó en enfermo doliente necesitado de tratamiento. Así es como una nueva y controvertida subdisciplina científica –la “geoingeniería” o “ingeniería planetaria”– concibe a la Tierra: con el mismo hálito mecanicista que echó a rodar la rueda de la medicina (la enfermedad como causa exógena que precisa ser combatida con químicos), ciertos científicos homologan el calentamiento global con un síntoma y apuestan a reparar de lleno el planeta, por el momento con ideas, suposiciones y un cúmulo creciente de hipótesis; como medio de ejecución de un tratamiento sin consentimiento del paciente.

Plan B

Las alarmas ya están sonando. Tanto que el cambio climático se postula como uno de los tópicos más repetidos dentro y fuera del discurso científico, causando arranques de indiferencia, odio e impotencia frente a la magnitud y escala del problema. El calentamiento global y sus efectos colaterales se sienten a flor de piel, cotidianamente, en todos los puntos del planeta. Y se sabe qué causa tanta hecatombe: la acumulación persistente de CO2 en la atmósfera arrojado sin parar desde los comienzos mismos de la revolución industrial (se sabe que el estado del calentamiento global es el más álgido de los últimos 400 años).

Si bien lo que abunda es la denuncia (contra la pasividad criminal de los países industrializados que más contaminan, Estados Unidos y China, por ejemplo), y la elaboración continua de protocolos destinados a ser obviados, hasta el momento muy pocas personas en el mundo se tomaron el tiempo para pensar seriamente qué hacer para revertir tanto descontrol. Es que se sabe que las emisiones de gases que causan el efecto invernadero no cesan de aumentar (pese a los protocolos y las multas que acarrean). Y para colmo, un dato impactante: “Para detener realmente el cambio climático, las emisiones deberían bajar a cero durante las próximas dos décadas”, afirma Mike MacCracken, uno de los científicos top en materia de cambio climático del Climate Institute en Washington, Estados Unidos.

La tendencia a orientarse a la fatalidad inminente (la adaptación a temperaturas más altas, a lluvias más copiosas) ha sido hasta ahora la constante. Sin embargo, poco a poco, casi a ciegas, un pequeño grupo de climatólogos, físicos, biólogos y oceanógrafos confluyen sus inquebrantables esperanzas en una especie de “plan B”: contrarrestar el calentamiento global con las más insólitas propuestas de alteración planetaria. Descabelladas, al menos, hasta que algún gobierno se digne a financiarlas y pierdan su capa de irrisoriedad. “Indiscriminadamente, ya hemos alterado el clima. Entonces, ¿por qué no lo alteramos para bien?”, se pregunta el físico Michael MacCracken del Lawrence Livermore National Laboratory de la Universidad de California.

Menu alternativo

En verdad, la geoingeniería no es hija del siglo XXI. La veta más tronante de esta subespecialidad circuló con bastante persistencia durante la década del ’70, cuando Marte, lejos como siempre, gracias a las misiones Viking estuvo más cerca que nunca: la “terraformación”, o lo que es lo mismo, la idea bastante grandilocuente de modificar por completo una luna o planeta hasta volverlo habitable para el ser humano. Es cierto: hasta el momento tiene muchos ingredientes de ciencia ficción. De hecho, la propuesta surgió en 1949 de boca del escritor Jack Williamson en la novela Seetee Shock y en 1994 sirvió como tema disparador para la serie televisiva Terra 2 (Earth 2) asentada en el año 2192, época en la que el planeta se vuelve inhabitable y los seres humanos se ven obligados a emigrar al espacio en busca de nuevos hogares.

Pero aun así, la geoingeniería es considerada cada vez con más ahínco. Tanto que los geoingenieros recibieron un gran impulso hace unas semanas cuando la Academia Nacional de la Ciencia de Estados Unidos sacó un informe titulado “Policy Implications of Greenhouse Warming: Mitigation, Adaptation, and the Science Bases” en el que, además de insistir en la reducción de gases de efecto invernadero como política oficial, se deslizaba la necesidad de darles cabida a medidas más alternativas que el desarrollo de fuentes energéticas no convencionales.

Entre las iniciativas hay para todos los gustos. Hasta podría decirse que hay tantas propuestas como geoingenieros en el mundo. Está desde fabricar unas especie de parasol o sombrillas a ser estacionadas en órbita para contrarrestar los rayos solares; cubrir desiertos e islas con algún tipo de plástico aislante para que la luz rebote hacia el espacio en lugar de incidir sobre el planeta; o hasta fertilizar el mar con hierro, lo que produciría el crecimiento exponencial de cierto tipo de plantas capaces de absorber el dióxido de carbono que al morir lo arrastrarían con ellas hacia el fondo del océano.

La invasion de los geoingenieros

Hasta el momento, los geoingenieros no eran más que parias dentro de la comunidad científica. Se les prestaba poca atención (o ninguna) en los simposios, las sillas vacías abundaban en sus conferencias, tenían vedada la publicación de sus trabajos en revistas de prestigio y menos que menos se los llamaban para asistir como panelistas a algún programa televisivo. Todo esto “hasta el momento”, pues se espera que los geoingenieros comiencen a invadir los espacios públicos al calor de la crisis planetaria que ya se siente.

Uno de los nombres más repetidos en estos ámbitos es el del astrónomo norteamericano Roger P. Angel, de la Universidad de Arizona, padre de la idea de las lentes orbitales refractivas: se trataría de billones de finas y ligeras lentes, de alrededor de un metro de ancho cada una, que servirían para desviar la luz solar de la Tierra. En la misma línea de investigación se sitúa un tal Wallace S. Broecker (Universidad de Columbia), a quien se le ocurrió el plan de inyectar en la estratósfera, como hacen los volcanes en erupción, toneladas de dióxido sulfúrico a través de una flota de cientos de aviones y así aumentar la reflectividad (o sea, que la luz rebote y salga dirigida al espacio). Lamentablemente, tiene dos efectos colaterales nada deseables: lluvia ácida (mucha) y la destrucción de la capa de ozono. “Solucionaríamos el problema del calentamiento global pero no tardaríamos en morir irradiados por rayos ultravioletas”, aclara el climatólogo Ken Caldeira del Carnegie Institution Department of Global Ecology de la Universidad de Stanford.

El mismo Caldeira desconfiaba de la geoingeniería. Hasta que la propia geoingeniería lo contradijo. Hace unos años dejó correr una simulación por computadora en la que experimentaba qué ocurriría si disminuyese la radiación solar que golpea a diario la Tierra. “Pretendíamos demostrar que era una mala idea, que persistirían efectos climáticos residuales –confiesa–. Sin embargo, el modelo funcionó más que bien: bloquear al menos un pequeño porcentaje de luz solar sirve para balancear el CO2 atmosférico.”

También están los que apuestan a barrer el dióxido de carbono sobrante de la atmósfera directamente capturándolo del aire, comprimiéndolo y dejándolo reposar en algún depósito subterráneo. Tal es el objetivo del “Proyecto Weyburn”, que ya se está implementando en la ciudad canadiense de Weyburn (de ahí el nombre del proyecto, claro está), donde desde julio de 2000 un equipo de ingenieros está comprimiendo cerca de cinco mil toneladas de dióxido de carbono en estado líquido todos los días. Una idea bastante conservadora si se la compara con el plan más loco de la geoingeniería: mover a la Tierra de lugar, mudando al planeta a una órbita más alejada del Sol. Caldeira ya hizo números: para empujar a la Tierra 1,5 millón de kilómetros, se necesitarían algo así como 5 mil millones de bombas de hidrógeno. Ni más ni menos.

Solucion local, problema global

Pero no todas son flores para la geoingeniería. A diferencia de los cambios de look vendidos al por mayor en los programas de TV, su renovación no fue total y aun así no se liberó de los típicos renegadores de siempre. Se le critica, por ejemplo, ser una panacea, una distracción, un plan para esquivar lo que en verdad se debería hacer, esto es, que todos los países industrializados cumplan con el Protocolo de Kyoto, se disminuyan las emisiones de CO2 y se desarrollen formas alternativas de energía. Ante esta perspectiva, la geoingeniería dista de ser la solución para volverse un parche a una problemática mayor que para disiparse precisaría un cambio de estilo de vida a nivel global, con golpes de timón en las industrias y economías de los países ricos.

Ni siquiera los modelos climáticos producidos por supercomputadoras le garantizan a esta ciencia buenos augurios. Ya en el estado actual del desarrollo tecnológico las predicciones no llegan a ser 100% efectivas, teniendo en cuenta la complejidad de la atmósfera y la cantidad de variables que entran en juego. En parte, ahí se oculta uno de los focos más caldeados de protesta de varios científicos que ven en la geoingeniería una vía directa para complicar las cosas, produciendo efectos dañinos secundarios antes que beneficios directos.

Ahí, entonces, se levanta un problema ético: sin una predicción más o menos razonable, experimentos llevados a cabo en Londres, por ejemplo, con beneficios para la población británica, podrían traer efectos no deseados en Roma. O en Madrid. O en Berlín. O en Buenos Aires. Y así...

¿Cómo decidir localmente vías de acción cuando se trata de actos de manipulación de escala global y con efecto global? Hasta ahora nadie tiene una respuesta. Salvo la certeza de que después del fracaso del Protocolo de Kyoto y ante la tendencia alcista de las emisiones de los gases de efecto invernadero a la atmósfera, deberán tomarse medidas drásticas para frenar la estampida climática. O al menos, ideas para ir teniendo en cuenta, como lo que por el momento son: suposiciones, hipótesis, planes B alternativos e imaginarios.

Los geoingenieros serán alternativos, pero no locos. Saben que el único freno a un mal aún peor es la cautela. “El sistema terrestre es tan complejo que nuestras interferencias en él seguramente empeorarán las cosas más que solucionarlas –recuerda Caldeira–. Y no olvidemos que la Tierra es el único planeta que tenemos.”

Federico Kukso

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