miércoles, 27 de febrero de 2008

La imaginación ayuda a ser feliz en Navidad

Dos regalos de Navidad nunca se han borrado de mis memorias de infancia: el circo y los libros. El circo era la única distracción posible en Tucumán los 25 de diciembre, cuando un sol húmedo de cuarenta grados caía sobre la ciudad indefensa. Los cines y las confiterías cerraban sus persianas y nadie osaba salir a la calle. Pero el circo, que no podía permitirse el lujo del descanso, abría sus puertas de lona a las nueve de la noche aunque hubiera temblores, tempestades o fiestas nacionales.

Ya ni me acuerdo de quién me regalaba en las Navidades la infaltable entrada para el circo. Sólo recuerdo la carpa desarrapada que se alzaba tras un cerco de guirnaldas en las tierras bajas de la ciudad y las piruetas predestinadas al fracaso de unos perros muy flacos, sin pelos –perros que sólo he visto en las tierras calientes–, después de las cuales comenzaba lo que en verdad era para mí el circo de entonces: una obra de teatro.

El repertorio cambiaba todos los días, pero la escenografía y los actores eran siempre los mismos. Los árboles mueren de pie de las Navidades eran El rosal de las ruinas del Año Nuevo, y El puñal de los troveros de fines de noviembre se convertía en las Bodas de sangre de mediados de marzo. Tampoco la música, hasta donde recuerdo, variaba. El trombón y los dos violines de la precaria orquesta repetían en monótona sucesión la Danza de las horas, de Amilcare Ponchielli, la obertura de Guillermo Tell y el movimiento lento de la sinfonía en re menor de César Franck. Las representaciones teatrales terminaban siempre con alguna muerte trágica, el auditorio lloraba al unísono y, al cabo de un rato, los actores componían un cuadro vivo que los mostraba a todos en el cielo, sudando a mares bajo una lámpara de doscientos vatios.

Sé que ninguno de los dramones representados en el circo respetaba los textos tal como habían sido escritos. Romeo y Julieta no vivían en Verona, sino en Roma, porque así lo anunciaba el cartelón con el que empezaba la obra. Julieta moría tísica, como la dama de las camelias, y no suicidándose con una daga, como en la tragedia de Shakespeare. Romeo, en cambio, no moría. Ciego de dolor, se encaminaba al palacio de los Capuleto –que era un armario de cocina– y allí degollaba a todos los parientes y a la servidumbre de su amada.

De esas violaciones a los textos originales, que eran también transfiguraciones de lo real, nació el deseo de ser alguna vez un escritor. Pero ese deseo nació también de dos libros que fueron regalos de Navidad.

Tendría yo once o trece años, cuando un arquitecto italiano que pasó por Tucumán dejó en manos de mi padre uno de los mejores libros que existen en este mundo. Es una obra rara, que reproduce las estampas devotas pintadas a mano, hace casi seis siglos, por orden del duque Jean de Berry. En verdad tampoco es un libro sino dos: el primero, elaborado entre 1409 y 1412 por tres célebres miniaturistas flamencos –los hermanos Limbourg–, ha pasado a la historia con el título de Las bellas horas; el segundo, que data de 1413 a 1416, se llama Las muy magníficas horas (Les très riches heures). El volumen que le dieron a mi padre era este último.

Pasé varios meses encandilado con las figuras de oro y los cielos azul Francia que estimulaban la piedad del duque de Berry. Cada lámina refleja algunas de las historias de la Biblia. Pero, como en el circo de mis navidades anteriores, lo que cuentan es una transfiguración (o, si se prefiere, una traición) de los textos originales.

Dos ejemplos lo prueban: la Galilea pintada por los hermanos Limbourg es una sucesión de torres flamencas y castillos góticos a orillas de ríos inmaculados. La Virgen está siempre vestida de terciopelo, como Genoveva de Brabante, y el día en que presenta a Jesús en el templo la reciben cuatro arzobispos de cabeza tonsurada, en el atrio de una basílica que se parece a Nuestra Señora de París. Esos maravillosos anacronismos de la imaginación cristiana me parecían, en aquel tiempo, la quintaesencia de la verdad, a tal punto que, cuando visité Jerusalén por primera vez, muchos años más tarde, pensé que me había confundido de ciudad. Nada de lo que veía se asemejaba a Las muy magníficas horas del duque de Berry y yo prefería creer que la realidad me estaba mintiendo, no el libro.

La noche de Navidad de mis quince años mi padre me dejó aquel ejemplar bajo la almohada, con un mensaje que decía tan sólo: “Ahora es tuyo”. No sé qué se hizo del ejemplar, pero el mensaje todavía viaja conmigo de un lado a otro.

El más inolvidable de los regalos fue, sin embargo, el que me hicieron al año siguiente. Yo había comenzado a leer con frenesí las ficciones de Julio Verne y, entre Dos años de vacaciones y Un capitán de quince años, fui a dar, no sé cómo, en Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas. Sucumbí a uno de esos deslumbramientos que sólo se curan con otro libro aún mejor. Los héroes de Verne me habían acostumbrado a un mundo plano, donde el mal y el bien son previsibles. La Milady y el Richeleu de Dumas me revelaron, en cambio, que nada es como parece.

Cuando llegó la Navidad y mis padres me preguntaron qué quería que me regalaran, les contesté sin pensarlo dos veces: otro libro de Alejandro Dumas. Supuse que elegirían Veinte años después. Me dieron, en cambio, los tres tomos de El conde de Montecristo. No podían haber pensado en algo mejor. He leído más de seis veces esa novela de mil doscientas páginas, y creo que la razón secreta por la que aprendí francés a los diecisiete años fue para poder leerla de nuevo con las mismas palabras con que Dumas y su colaborador, Auguste Maquet, la habían escrito entre 1844 y 1845.

Nunca fue, sin embargo, igual a la primera vez. Aún me veo a mí mismo la víspera de aquel año nuevo con El conde de Montecristo, yendo de un lado a otro por la casa de grandes patios sin poder apartar los ojos de las páginas. Me recuerdo avasallado por pasiones humanas que jamás se han alzado con tanta intensidad como en ese libro. Admiraba el perfecto afán de venganza de Edmond Dantès, que espera media vida pudriéndose en la prisión de If para salir de allí no muerto, sino envuelto en la mortaja de los condenados. No hay parábola tan perfecta como la de Dantès. Al regresar a su ser, recuerda que tres hombres han contribuido a su caída: uno por celos, otro por ambición y el tercero por rivalidad amorosa. Convertido en Montecristo, Dantès se venga de ellos sumiéndolos en la ruina, en la locura y en la muerte. La estructura es impecable y, siglo y medio después, no ha envejecido, a pesar de los embates de la televisión argentina. Volví a leer el libro hace dos navidades y pienso leerlo de nuevo la Navidad que viene. Ni una sola vez me ha defraudado.

Otras novelas únicas llegaron a mis manos en esas curvas del fin de año. La adolescencia me deparó El proceso, de Kafka; La montaña mágica, de Thomas Mann; Luz de agosto, de Faulkner, y La vida breve, de Onetti; en la primera juventud descubrí a Joyce, a Flaubert, a Borges. Ninguna de esas definitivas experiencias de lectura ha sido comparable, sin embargo, a mi encuentro de amor con El conde de Montecristo.

Cada vez que llegan los fines de año, no puedo apartar de mí el recuerdo de los circos, donde Julieta moría como Margarita Gautier, ni las imágenes fulminantes de Montecristo regresando a Marsella con la venganza en el alma. Para cada ser humano de esta orilla del mundo, la Navidad significa algo diferente: familia, regalos, desvelos. Para mí, siempre ha sido un gran relato. Y en eso, creo, reside su felicidad.

Tomás Eloy Martínez

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