miércoles, 27 de febrero de 2008

El juicio a la cerda asesina de Falaise

Durante mucho tiempo, los historiadores no se interesaron por el animal. Lo relegaron al "anecdotario", tal como solían hacer con todos los temas que consideraban fútiles, anecdóticos o marginales. Tan sólo algunos filólogos y arqueólogos se habían interesado por tal o cual tema específico, dentro del cual podía estar implicado el animal. Pero dedicarle un estudio exclusivo o un auténtico libro era verdaderamente impensable.

En los últimos veinte años, la situación ha cambiado. Gracias a los trabajos de algunos historiadores pioneros, en cuyas primeras filas hay que citar a Robert Delort, y gracias a la colaboración cada vez más frecuente con investigadores provenientes de otros campos (arqueólogos, antropólogos, etnólogos, lingüistas, zoólogos), el animal por fin se ha convertido en un objeto de historia en sí mismo. [ ].

En esta nueva atención prestada al mundo animal, los medievalistas han cumplido un papel primordial. Hay varias razones para ello. La primera proviene, quizás, de su curiosidad sin límites y de la manera en que han sabido derribar, con precocidad y eficacia, las barreras entre sectores de la investigación demasiado aislados unos de otros. Esto permitió cruzar informaciones extraídas de categorías documentales diferentes, enriquecer las problemáticas y entablar con mayor facilidad contactos con especialistas provenientes de las demás ciencias, sociales y naturales. Pero la razón principal se halla también en los documentos medievales mismos: éstos dedican particular atención al animal y a sus relaciones con los hombres, las mujeres y la sociedad. Se trata de textos e imágenes, por supuesto, pero también de materiales arqueológicos, rituales y códigos sociales, heráldica, toponimia y antroponimia, folklore, proverbios, canciones, juramentos: sea cual fuere el terreno documental en el que se aventura, el historiador medievalista no puede no encontrarse con el animal. Parecería que en Europa ninguna otra época pensó en él, habló de él y lo puso en escena con tanta frecuencia ni con tanta intensidad como lo hizo la Edad Media. Allí, los animales proliferan hasta en las iglesias, donde constituyen una buena parte del entorno y del horizonte figurado -pintado, esculpido, modelado, tejido- que los clérigos y los fieles tienen a diario frente a sus ojos. Para gran indignación de algunos prelados que, al igual que san Bernardo en una famosa diatriba, se enfurecen con "los feroces leones, los monos inmundos [...] y los monstruos híbridos" que invaden las iglesias y distraen a los frailes en rezo.

La Edad Media cristiana frente al animal

A pesar de esa aparente actitud de rechazo, hay que destacar la curiosidad por el animal que sienten los clérigos y la cultura medieval cristiana en su conjunto y el hecho de que, en lo que a él respecta, existen dos corrientes de pensamiento y de sensibilidad en apariencia contradictorias. Por un lado, hay que oponer con la mayor claridad posible el hombre, creado a imagen de Dios, a la criatura animal, sumisa e imperfecta, si no impura. Pero, por otro lado, se percibe en varios autores la idea más o menos difusa de la existencia de un vínculo entre los seres vivos y de un parentesco -no sólo biológico, sino también trascendente- entre el hombre y el animal.

La primera corriente es la dominante y explica por qué se hace intervenir o se pone en escena al animal con tanta frecuencia. Oponer sistemáticamente el hombre al animal y presentar a este último como una criatura inferior o que califica al hombre por contraste lleva, necesariamente, a hablar siempre de él, a hacerlo intervenir a cada instante, a volverlo el lugar privilegiado de todas las metáforas, de todos los "ejemplos", de todas las comparaciones. En suma, a "pensarlo simbólicamente", para retomar la célebre fórmula de un antropólogo. También lleva a reprimir con severidad todo comportamiento que pudiese alimentar la confusión entre el ser humano y la especie animal. De allí, por ejemplo, las prohibiciones incesantemente repetidas -pues sin verdadero efecto- de disfrazarse de animal, de imitar el comportamiento animal, de festejar o celebrar al animal y, más aún, de mantener con él relaciones que se juzguen culpables, desde el excesivo afecto hacia determinados individuos domésticos (caballos, perros, halcones) hasta los crímenes más diabólicos e infames, como la brujería o el bestialismo.

La segunda corriente es más discreta, pero es quizás más rica en modernidad. Es a su vez aristotélica y paulina. En efecto, de Aristóteles proviene la idea de una comunidad de los seres vivos, idea diseminada en muchas de sus obras, sobre todo en De anima , y heredada por la Edad Media en distintas etapas, la última de las cuales -el siglo XIII- es la más importante.

No obstante, en este terreno, la asimilación de la herencia aristotélica se vio facilitada por la existencia en el seno de la tradición cristiana de una actitud similar hacia el reino animal (pero por razones diferentes). Dicha actitud, cuyo ejemplo más célebre se halla en Francisco de Asís, proviene quizás de algunos versículos de san Pablo, en particular de un fragmento de la Epístola a los romanos: "La creación entera espera anhelante ser liberada de la servidumbre de la corrupción, para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios".

Esta frase ha marcado intensamente a todos los teólogos que la comentaron. Algunos se interrogan acerca del significado de aquellas palabras: se preguntan si Cristo vino realmente a salvar a todas las criaturas y si todos los animales son realmente "hijos de Dios". El hecho de que Jesús haya nacido en un establo parece ser, para algunos autores, la prueba de que el Salvador bajó a la tierra para salvar también a los animales. Otros, amantes de la escolástica, se hacen preguntas que aún se debatían en la Sorbona a fines del siglo XIII. Así, acerca de la vida futura de los animales: ¿acaso resucitan después de la muerte? ¿Van al cielo? ¿A un lugar especialmente reservado para ellos? ¿Todos o un solo individuo de cada especie? O bien acerca de su vida terrenal: ¿pueden trabajar los domingos?¿Hay que imponerles días de ayuno? Y, sobre todo, ¿hay que tratarlos aquí abajo como a seres con responsabilidad moral?

Esas preguntas, curiosidades y múltiples interrogaciones que la Edad Media occidental se plantea respecto del animal ponen de manifiesto hasta qué punto el cristianismo actuó como promotor de éste. La Antigüedad bíblica y grecorromana lo ignoraba, lo despreciaba o lo sacrificaba; la Edad Media cristiana, por el contrario, lo coloca al frente de la escena, lo dota de un alma más o menos racional y se pregunta si es o no responsable de sus actos. El cambio es notable.

Preguntarse sobre la responsabilidad moral de los animales abre la importante cuestión de los juicios que llevan a animales frente al tribunal a partir de mediados del siglo XIII. Por desgracia, a pesar de su inmenso interés, dichos juicios aún esperan sus historiadores. [ ].

Desconocidos, parecería, antes de la mitad del siglo XIII, esos juicios están presentes a lo largo de los tres siglos siguientes. La cristiandad occidental tiende, entonces, a replegarse sobre sí misma y la Iglesia se convierte en un inmenso tribunal (creación del tribunal eclesiástico, institución de la Inquisición y del procedimiento inquisitorio). Sin duda, esto explica, al menos en parte, la instrucción de tales juicios. En el caso del reino de Francia, he podido hallar unas sesenta causas entre 1266 y 1586. Algunas están bien documentadas, como la de la cerda infanticida de Falaise (1386), sobre la cual voy a detenerme. [ ].

La cerda de Falaise

A comienzos del año 1386, en Falaise, Normandía, tuvo lugar un acontecimiento muy insólito. Una cerda de aproximadamente tres años de edad, vestida con ropas de hombre, fue acarreada por una yegua desde la plaza del castillo hasta la periferia de Guibray, donde se había instalado un cadalso sobre el campo de la feria. Allí, frente a una muchedumbre heterogénea integrada por el vizconde de Falaise y su gente, habitantes de la ciudad, campesinos venidos de los campos de los alrededores y una multitud de cerdos, el verdugo mutiló a la cerda cortándole el morro y practicándole incisiones en un muslo. A continuación, luego de disfrazarla con una suerte de máscara con forma de rostro humano, la colgó por los corvejones traseros de una horca de madera especialmente dispuesta para ese efecto y la abandonó en esa posición hasta que sobrevino su muerte. Cosa que, sin duda, ocurrió rápidamente, puesto que de las heridas del animal manaban borbotones de sangre. Pero no por eso concluyó el espectáculo. Se trajo a la yegua nuevamente y, luego de un simulacro de estrangulamiento, se ató el cadáver de la cerda sobre una criba a fin de que el ritual infamatorio del acarreo pudiese comenzar. Finalmente, luego de varias vueltas a la plaza, se colocó a los restos más o menos dislocados del pobre animal en una hoguera y se los quemó. Ignoramos qué fue de sus cenizas, pero sabemos que un tiempo después, por pedido del vizconde de Falaise, se realizó una gran pintura mural en la iglesia de la Santa Trinidad, a fin de conservar el recuerdo del acontecimiento.

Este hecho es insólito por más de una razón. El disfraz de hombre de la cerda, las mutilaciones corporales, el doble acarreo ritual y, sobre todo, la presencia de congéneres porcinos en el lugar del suplicio, todo esto es realmente excepcional. Lo que quizás resulta menos excepcional, en cambio, a fines del siglo XIV, es la ejecución pública de un animal que, tras haber cometido un crimen o un mesfet (perjuicio) grave, comparece ante un tribunal, es juzgado y luego condenado a muerte por una autoridad laica. Tal fue el caso de la cerda de Falaise, culpable de matar a un niño de pecho; su juicio, contrariamente a muchos otros, ha dejado algunos rastros en los archivos.

En efecto, la mayoría de las veces, son los documentos de los archivos judiciales los que nos permiten tener conocimiento de esas extrañas ceremonias. Y, mucho más que el relato (muy poco frecuente) de la ejecución, o incluso que el texto de la sentencia que la dicta, lo que pone al historiador tras la pista de tales juicios son las meras menciones contables. Mientras se espera el juicio, el animal es encarcelado: por ende, hay que alimentarlo, pagar a su carcelero y, eventualmente, al propietario del local. El encarcelamiento puede durar de una a tres semanas. A su vez, hay que pagar al verdugo y a sus asistentes, así como a los carpinteros, albañiles y personas de oficios diversos que instalaron el cadalso o prepararon los instrumentos de suplicio. Asimismo, buscar al animal culpable, escoltarlo hasta su prisión, conducirlo hacia su destino fatal requiere la intervención de sargentos y guardias. En la Edad Media, castigar el crimen cuesta caro, muy caro. Todas esas sumas, entonces, están cuidadosamente consignadas en los registros contables de la autoridad judicial o de un notario, donde también se registran los nombres de los beneficiarios y se indican, a veces, algunas precisiones sobre las tareas realizadas. En el caso de la cerda de Falaise, por ejemplo, sabemos por un recibo del 9 de enero de 1386, presentado ante un "tabellio" de nombre Guiot de Montfort, que el verdugo de la ciudad recibió diez sueldos y diez denarios torneses por su pena -de lo cual declara estar "muy contento"- y luego, nuevamente, diez sueldos para comprarse un par de guantes nuevos. Se trata de una suma importante para un par de guantes, pero los anteriores se habían manchado material y simbólicamente de tal forma que sin duda era necesario ir más allá de la mera indemnización.

Sabemos aun muchas cosas más sobre esta causa, una de las mejor documentadas de los cerca de sesenta juicios hallados en Francia entre el siglo XIII y el siglo XVI. El vizconde, es decir, el baile del rey, puesto que en la región de Normandía las bailías se llaman vizcondados , se llamaba Regnaud Rigault. Fue vizconde de Falaise de 1380 a 1387. Seguramente, fue él quien pronunció la sentencia y presidió la ceremonia de ejecución. Quizás, también fue él quien tuvo la sorprendente idea de invitar a los campesinos a asistir no sólo en familia, sino también acompañados por sus cerdos, a fin de que el espectáculo de la cerda supliciada "les sirviese de enseñanza". Fue él, por último, el que encargó que se realizara una pintura en la iglesia de la Trinidad para conservar el recuerdo del acontecimiento.

Esa pintura tuvo una historia agitada. Realizada en la nave poco tiempo después del suplicio, desapareció, al igual que una gran parte de la iglesia, durante el terrible sitio impuesto a la ciudad por el rey de Inglaterra Enrique V en el otoño de 1417. Se la reconstruyó en una fecha desconocida, y según un modelo difícil de imaginar, sobre un muro del brazo sur del transepto. Se la podía ver allí durante el Antiguo Régimen y aún durante el Primer Imperio. Pero en 1820 se blanqueó toda la iglesia a la cal y la curiosa pintura mural se perdió para siempre. [ ].

Sabemos, incluso, que la cerda estaba "vestida con una chaqueta, calzones, calzas en las patas traseras, guantes blancos en las patas delanteras; se la ahorcó debido a la aberración del crimen".

Dicho crimen fue cometido durante los primeros días de enero. El niño tenía aproximadamente 3 meses de edad, se llamaba Jean Le Maux y su padre era albañil. La cerda errante, cuyo dueño ignoramos, había devorado el brazo del niño y una parte de su rostro "de modo que (el niño) murió". El juicio duró nueve días, durante los cuales hubo que alimentar y vigilar a la cerda, que fue asistida por un deffendeur (defensor). Este fue poco eficaz -es cierto que su tarea era difícil- pues su "clienta" fue condenada a muerte luego de que se le practicaran las mismas mutilaciones que ella había infligido a su víctima. El vizconde exigió que el suplicio se realizara frente al propietario del animal "para avergonzarlo" y del padre del niño "para castigarlo por no cuidar a su hijo". Se notificó la sentencia al animal en su calabozo, como si se tratase de un hombre o una mujer. Sin embargo, ningún cura escuchó su confesión.

Michel Pastoureau (Traducción: Julia Bucci)

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