miércoles, 27 de febrero de 2008

Cerrado

El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín, y se dio por concluida esa Modernidad que había comenzado justo doscientos años antes, cuando cedieron las puertas de la Bastilla. Sin embargo, la construcción mítica (y mediática) de la Caída del Muro como efemérides recién concluyó cinco años más tarde. Alemania ya se había reunificado y la Unión Soviética estaba disuelta, cuando Pink Floyd (que ya antes de 1989 había actuado en Alemania Oriental y en Moscú) interpretó The Wall en el Olympiastadion de Berlín.

En 1994 un Muro de utilería, mucho más vistoso que el real, cayó envuelto en humo y luces de colores. Por la magia del show business, el Muro y The Wall, que en su origen simbolizaban cosas muy distintas, se resignificaron como emblema de la libertad. Misteriosamente, el nihilismo punk, que había sido enemigo del Mercado, aparecía ensañándose con un cadáver político. De tal modo, con la caída del totalitarismo, todos quedaban libres de ser otro consumidor más en el Mercado global.

Francis Fukuyama, que se había anticipado unos meses a los hechos, no tuvo empacho en vaticinar que acabábamos de entrar en la “post-Historia”, una era que sería profundamente aburrida, por carecer de conflictos.

Pero cuando el polvo del Muro aún no había terminado de asentarse, y faltaba mucho para que echara a volar el de las Torres, ya se estaban levantando nuevos muros. La novedad era que ahora separaban a los ricos de los pobres. Eran baluartes que no protegían de la infantería sino de los desharrapados. Ahora los muros no se alzaban para evitar que la gente saliera, sino para que entrara, aunque tenían que ser permeables para la mano de obra barata. El mundo donde iba a triunfar la libertad del mercado levantaba nuevas barreras; los barrios se amurallaban, las rutas se cortaban y la peor amenaza parecía ser el ser humano inerme. Siguiendo la misma lógica, las guerras posmodernas se fueron resolviendo en demoliciones, desde que las topadoras tomaron el lugar de los tanques.

Algunos de los muros más aciagos para la justicia y la paz son aquellos que se levantaron para aislar a Estados Unidos de sus vecinos pobres del Sur, o para segregar a los palestinos de los israelíes.

Encerrando la libertad

Las fronteras amuralladas siempre fueron un síntoma de vejez para los imperios. Lo fueron la Gran Muralla, cuando los chinos resolvieron aislarse del mundo, o ese limes que los romanos trazaron para separarse de los bárbaros.

Antes de su primera derrota electoral, George W. Bush prometió que en lo que resta de su mandato, completaría la construcción de un colosal Muro, que iría desde el Atlántico hasta el Pacífico para cortar ese flujo de inmigrantes indeseados que engendra la propia globalización. Quizá las recientes fluctuaciones del poder hagan que este Muro no llegue a cerrarse del todo, pero no cabe duda de que es otro efecto de esa densa paranoia que se incubó desde el derrumbe de las Torres, el día en que la Historia pareció recomenzar de la peor manera posible.

Esta manía persecutoria no deja de tener raíces muy antiguas en la cultura norteamericana. Estados Unidos fue “aislacionista” (aunque no dejara de expandirse) hasta la Primera Guerra Mundial, y recién intervino activamente en el escenario internacional con F. D. Roosevelt. La “república imperial”, como la caracterizó Octavio Paz, había tenido su más reciente pico maniático cuando Ronald Reagan se empeñó en levantar el escudo defensivo conocido como Star Wars. Sus asesores le aseguraban que protegería a la Unión “de todo mal”, como el Smith & Wesson de Pedro Navaja.

La creencia en el “destino manifiesto” y aquel espíritu elitista que habían encarnado tanto los devotos puritanos como los utopistas laicos contribuyeron a afianzar la idea de que los Estados Unidos eran los herederos del Imperio Británico: un pueblo elegido y un ejemplo para el mundo. El correlato de semejante sueño de grandeza, según enseña cualquier manual de psiquiatría, es la sospecha de que sus protagonistas atraerán la envidia de todos, que inevitablemente terminarán conspirando contra ellos.

La campana de vidrio

Hace poco, en uno de esos arranques arqueológicos que cada tanto me mueven a desempolvar los estantes menos frecuentados de la biblioteca, me encontré con una vieja novela de ciencia ficción donde toda esa locura estaba prefigurada de un modo ingenuo y hasta brutal. El autor había escrito un primer esbozo antes de Pearl Harbor, pero la versión definitiva databa de los años de la Guerra Fría.

Es sabido que el imaginario colectivo no hay que buscarlo en las obras escogidas por las academias y consagradas en el canon oficial de la cultura, donde a lo sumo aparecerá transmutado por obra y gracia de los escritores cultos. Pero todo aquello que el crítico desestima puede ser una joya para el historiador.

Si uno quiere encontrarse con el imaginario expuesto sin eufemismos, habrá que buscarlo en campos como el cine, la televisión o esa literatura de kiosco que hace décadas cumplía esas funciones. Del mismo modo que el policial negro nos ayuda a entender esas cosas de las cuales los sociólogos de su tiempo no hablaban, en los años ’40 y ’50 una de las más masivas de esas literaturas era la ciencia ficción.

En una novela olvidada, de las tantas que se producían en esa época, fue donde me encontré con el Muro prototípico, una remota muestra de todas las fantasías persecutorias de Reagan y Bush.

Jack tuvo un sueño

Jack Williamson (1908-2006) murió apenas hace unos meses, cuando no le faltaba mucho para llegar a cumplir el siglo de vida. Durante más de sesenta años escribió ciencia ficción y produjo una impresionante cantidad de novelas y cuentos. No dejó tema sin explorar, a veces hasta con originalidad: viajes en el tiempo, superhombres, mutantes, robots, imperios galácticos. Como al dios Shiva, lo llamaron “el destructor de mundos”, por el empeño que ponía en desencadenar increíbles catástrofes cósmicas. Pero a pesar de eso, aún sorprende verlo citado con respeto en un contexto tan inesperado como los seminarios del filósofo Cornelius Castoriadis.

Williamson había nacido en Arizona y se había criado en una solitaria granja de New Mexico. A pesar de que con los años llegó a doctorarse con una tesis sobre H. G. Wells, su primera formación se la habían dado esas revistas baratas de ciencia ficción que leía desde la infancia. Era tan naïf como podía serlo un autor de eso que entonces se llamaba “space opera”, por analogía con la soap opera, los radioteatros del jabón Palmolive.

Es cierto que las fantasías paranoicas nunca faltaron en la ciencia ficción. Pero los invasores que “se ocultan entre nosotros” y los mutantes que “se aprestan a desplazarnos” tuvieron su auge durante el macartismo y la Guerra Fría. La novela de Williamson se llama Una cúpula sobre América (1955) y es todo un monumento a la ingenuidad. Si vale la pena recordarla no es por sus inexistentes méritos literarios sino por su capacidad para expresar las peores manías de una cultura. Especialmente después que el tiempo y la política se encargaron de confirmar su vigencia.

Los elegidos

La historia se abre con un niño del futuro que le pregunta a su abuelo por qué América se ha encerrado bajo una cúpula transparente y está rodeada por un yermo sin aire, agua ni vida. “Doscientos años antes –explica el abuelo– una estrella enana pasó cerca de la Tierra, y su monstruosa gravedad se llevó consigo a la Luna, el agua de los océanos y toda la atmósfera terrestre.”

Por supuesto, los primeros en descubrir el peligro que acechaba al mundo fueron los norteamericanos. Trabajando duro, sus científicos desarrollaron “el Anillo”, un escudo contra la gravedad que era capaz de proteger a enormes áreas. Era uno de esos famosos “campos de fuerza” que encantaban a los escritores del género, aunque solían enervar a los físicos.

Gracias a esa campana protectora, América se ha salvado. El área protegida comprende a Canadá y una franja de Pacífico; pero Cuba queda afuera, porque está más allá de Key West. El resto del mundo, sin aire, agua ni forma de vida alguna, está tan muerto como la Luna. Ni siquiera goza de luz lunar, porque el satélite no está.

Más allá de ese muro invisible, aún se divisan los esqueletos de hombres, mujeres y niños mexicanos que no alcanzaron a entrar a tiempo. Al lector le parece ver a los migrantes indocumentados de hoy, engañados por los “coyotes” y perseguidos por los guardias fronterizos.

“Cuando sobrevino la catástrofe –explica el abuelo–, estábamos en guerra contra los Rojos, que odiaban América.” Por supuesto, los americanos fabricaron diez Anillos, que ofrecieron generosamente a los europeos y al resto del mundo, pero los Rojos se empeñaron en convencer a todos de que no los usaran. A pesar de que América también les había tendido una mano, esos bastardos de los rusos contestaron disparándoles misiles. De manera que no hubo más remedio que dejarlos afuera, junto con todos los demás enemigos de la democracia.

“Tuvieron su merecido”, sentencia el niño. “Aunque –admite el abuelo– si bien estaban equivocados, ellos también eran humanos.” América se había convertido pues en el Paraíso terrenal, un oasis de vida en un mundo muerto: en la versión de 1941 la novela se llamaba Puerta al Paraíso.

Colapsado el gobierno federal, el país está ahora bajo el control de las grandes Corporaciones. Gracias a un mercado libre y a la eficiencia empresaria los americanos han desarrollado nuevas ciencias que les permiten manipular el núcleo atómico y dominar la gravedad, con lo cual han hecho de América un vergel.

Lo más extraño (aunque quizá no tanto) es que en dos siglos los americanos nunca se preocuparon por saber qué pasaba Afuera. Los escasos chiflados que intentaron salir, perecieron en el intento, y nadie volvió a pensar en eso. El “espíritu de la Frontera” se había ido con la estrella intrusa.

El niño, que en ese momento cree ver algo que se mueve en el exterior, crece y se enrola en la Guardia Fronteriza. Investigando por cuenta propia, llega un día a capturar un espía llegado de Afuera que viaja en un tanque capaz de atravesar la Barrera. Ha sido enviado a destruir el generador del Anillo y dejar sin aire a los americanos. Sorpresivamente, resulta ser inglés. Ya lo había dicho Oscar Wilde: “Tenemos mucho en común con los norteamericanos, pero el idioma nos separa”.

El resto del mundo

La captura del espía revela que allá Afuera hay una sociedad que sobrevivió a la catástrofe, odia a América y sueña con destruirla. El joven guardia fronterizo se ofrece para cruzar la Barrera y meterse en campo enemigo. Tras atravesar el lecho del Atlántico, llega a Churchill, la capital de la Nueva Europa.

Ocurre que cuando pasó la estrella, algunos británicos lograron sobrevivir en sus minas de carbón. Con el tiempo construyeron ciudades subterráneas en el fondo del océano y aún siguen usando libras y chelines. A pesar de que carecen de papel y ni siquiera pueden contar con la radio para comunicarse con otras ciudades, atesoran el aire y el agua y sólo desean aniquilar a América, movidos por la más cruda envidia.

Muchos ingleses post-catastróficos son comunistas, porque han sido adoctrinados por algunos astronautas rusos que bajaron de sus órbitas cuando la estrella hubo pasado. Los rusos han fundado una siniestra organización llamada Estrella Roja. Todavía no han logrado someter a Europa, pero conspiran para tomar el poder. Su principal objetivo es destruir la Barrera y apoderarse del agua y el aire de América. No les importa que perezcan los americanos, esos que alguna vez quisieron ayudarlos.

Incapaces de inventar nada, los europeos han desarrollado la tecnología que les permite atravesar el Anillo gracias a los viejos manuales yanquis. Han infiltrado a América de espías y se aprestan para el gran golpe. Europa sólo vive para la revancha. La base más cercana a América se llama Punta Furia, y la ciudad Churchill está erizada de misiles. Sus naves-cohetes tienen nombres como Némesis y Venganza, casi como las armas secretas de los nazis.

Por supuesto, el héroe americano logra liderar a los europeos amantes de la democracia y se deshace de los conspiradores rojos. Entonces es cuando desde el cielo le llega su recompensa. Los astrónomos descubren que la Luna, nuestro viejo y querido satélite, está de vuelta tras seguir una órbita cometaria. La Luna trae consigo parte del agua de los océanos y algo de atmósfera que misteriosamente no se ha disipado en el espacio.

Es entonces cuando América salva al mundo por segunda vez. Los ingenieros americanos arman un Anillo en la Luna y gastan todo el arsenal misilístico europeo para desviar al satélite y volver a ponerlo en su órbita natural. De paso, eliminan la competencia. En un final al estilo Walt Disney, cae granizo y se desencadena un aguacero como no se había visto desde los tiempos de Noé. La Tierra vuelve a ser bastante habitable.

Nada se dice de si la barrera se levantará, ni se cuenta cuál habrá sido el final de las ciudades europeas, con rojos incluidos, porque el autor parece no recordar que las había puesto en el fondo del océano. No olvidemos que la estrella ya se había encargado de hacer el trabajo sucio. Europa se había salvado de la catástrofe, pero habían quedado eliminados de una buena vez todos esos negros, amarillos y cobrizos que tan desagradables eran.

En fin, pensaría Jack, mejor solos que mal acompañados.

Pablo Capanna

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