martes, 26 de febrero de 2008

Por los que mueren injustamente

Hacia 1972, el año de la tragedia que la historia recuerda como Septiembre Negro (el secuestro y asesinato de once atletas israelíes durante las Olímpiadas de Munich por parte de la organización terrorista palestina Septiembre Negro), Natalia Ginzburg ya había escrito una de las obras de ficción más intensas y secretas de Italia. Que su fama se debiera casi exclusivamente a su libro de recuerdos Léxico familiar y a las columnas que publicaba semanalmente en La Stampa era uno de esos malentendidos tan comunes en la historia de la literatura, para los que se conjuran las argucias del marketing y cierta incapacidad de los contemporáneos cuando deben detectar la esencia del mundo en que viven.

Como en el caso de los relatos de Chéjov, el escritor que Ginzburg más amaba, sus extraordinarias novelas necesitaron de varias décadas para hacer escuchar, como hoy lo hacen, con una extrema economía de medios, una visión del mundo profundísima y única. Sólo desde fines del siglo XX se la considera una inevitable integrante de esa galería de grandes narradores italianos que integran, entre otros, Alberto Moravia, Giorgio Bassani, Elsa Morante, Italo Calvino y Pier Paolo Pasolini. Ninguno, sin embargo, parece tan cerca de nuestra sensibilidad, de nuestra perplejidad, de nuestra furia, de nuestra melancolía.

Para enmarcar su reacción ante la tragedia de 1972, hay que imaginar una Natalia Ginzburg que, a los cincuenta y seis años, comprende que ha cruzado el umbral de la vejez, menos por las señales del cuerpo que por el desacuerdo con la sociedad en que vive. De todas sus costumbres, sumamente recoletas ("sólo de una cosa sé: de poesía, y pocas más me ocupan") ninguna la define mejor que levantarse al alba y escribir, en un sofá y sobre la falda, en hojas de oficio que dobla prolijamente en cuatro. Al alba, según ha dicho, cuando los muertos están más presentes que nunca y la voz de los vivos se vuelve menos ensordecedora: la hora en que mejor puede intentarse algún tipo de diálogo. Viuda desde hace dos años, no vive sola, como cree la mayoría. Una hija discapacitada de casi veinte años, su primera preocupación, permanece en su cuarto, vuelta sobre un mundo que quizá sólo a la madre le es dado entrever. Por ahí ronda un gato, que cada tanto la saca de su ensimismamiento y le exige abrir las ventanas, otear los tejaditos irregulares del barrio de Roma que juzga "invivible", "cada vez más extranjero", pero que adora.

Para entender su reacción ante Septiembre Negro, también hay que imaginarla, en los días siguientes a la tragedia, petrificada por un horror que excede los hechos en sí y se extiende a ella misma: como si la "inhumanidad" de esos actos se hubiese contagiado a alguna zona de su sensibilidad, "vuelta un desierto de piedra". Los hechos a que nos referimos son los siguientes. La organización palestina Septiembre Negro secuestró a los integrantes de la delegación israelí a los Juegos Olímpicos de Munich y exigió la liberación inmediata de unos doscientos cincuenta prisioneros palestinos. Después de una eternidad de terrorífica tensión, cuando los guerrilleros se aprestaban a abandonar Alemania con sus rehenes, el ataque de la policía alemana precipitó una ordalía de sangre.

Entonces suena el teléfono. Una revista católica propone a Natalia Ginzburg contestar una encuesta sobre el tema. La escritora responde inmediata, secamente, que no. Detesta las encuestas. Maestra de la brevedad, sabe que la expresión de "lo poco que podemos saber" se consigue por caminos absolutamente personales, no por interrogaciones retóricas. Y por sobre todo, detesta los epigramas, su brillo que disimula vergonzosamente la falacia de enunciar cualquier verdad como absoluta. Pero quedarse callada, esta vez, es una idea la irrita. Su primera reacción, (aquella que Hanna Arendt considera, sin embargo, el modo más alto del pensamiento humano), es imaginar qué hubiera hecho en el lugar de los directamente implicados. De haber sido Golda Meir, se dice, habría liberado a los prisioneros palestinos, dando una demostración, no de debilidad, sino de fuerza, de la única fuerza que merece respeto: la que no teme ser derrotada, porque que se asienta, no en las armas, sino en el espíritu.

De haber sido el jefe de la policía alemana, se dice Ginzburg, habría dejado escapar a los guerrilleros con los rehenes: un solo átomo de esperanza de que éstos fueran liberados en alguna parte era más precioso que cualquier hipótesis de rescate heroico para salvaguardar quién sabe qué orgullo nacional. De haber pertenecido a la organización de las Olimpíadas, las habría suspendido, ya que después de aquel horror carecían de sentido, e incluso lo multiplicaban. De haber sido, por fin, un jefe de Estado, habría aprovechado el ejemplo de este horror para reclamar por los niños de Vietnam: también rehenes, también masacrados, pero a cuya tragedia el mundo ya se había acostumbrado abominablemente. Pero ¿puede ponerse en el lugar de los guerrilleros? No, "ese horror no humano" se lo impide.

Hasta que al fin, sintiéndose a "millones de kilómetros de cualquier sitio de poder" y ajena a la lógica de la práctica política concreta, comprende qué es lo que ahora debe escribir, lo que quizás se espera de ella. Vuelve a su sillón y, con la potencia de quien se libera, otra vez, de una de las formas de la muerte, empieza Gli ebrei , una estremecedora confesión que publicará de inmediato. "Yo soy judía. Todo lo que concierne a los judíos, siento que me implica directamente. Soy judía sólo por parte de padre, pero siempre he pensado que mi parte judía debía pesar más y ser más atendida que la otra. [...] Es éste un aspecto de mi naturaleza que me parece extraño y que, de hecho, me disgusta profundamente, porque está en abierta contradicción con lo que he pensado durante toda mi vida, [...] que el deber de los hombres es ir más allá de los confines de su origen."

Con un pudor muy suyo, que durante toda la vida le impidió mostrarse en el lugar de víctima, la escritora omite que también era judío su primer esposo, Leone Ginzburg, intelectual brillante y líder de la resistencia antifascista. Los tres hijos de ese primer matrimonio, Andrea, Alessandra y Carlo -el famoso historiador-, nacieron durante el largo confinamiento impuesto a los Ginzburg por el régimen mussoliniano en Pozzuoli, Abruzzi. Durante la invasión nazi, Leone fue capturado en Roma y murió por torturas en la cárcel de Regina Coeli. Natalia y los hijos consiguieron salvarse gracias a la ayuda de la gente de aquel pueblecito remoto, que horas antes de la llegada de los alemanes los llevó a la capital escondidos en un camión. Eran los tiempos de las deportaciones en masa a los campos de exterminio y de la masacre de las Fosas Ardeatinas. Una congregación de monjas los mantuvo escondidos en un convento hasta la llegada de los americanos.

"Cuando me enteré de la tragedia de Munich -escribe Natalia Ginzburg-, pensé que una vez más habían masacrado a los de mi sangre. Lo pensé en medio de un mar de otros pensamientos, pero lo pensé. Inmediatamente, sentí desprecio por mí misma, porque era un pensamiento que merecía el desprecio. No creo que existan divisiones de sangre", reitera, y reconoce en esa reacción casi instintiva uno de los tantos vicios de una educación burguesa, que imprimía en el espíritu una idea de superioridad. Toda la vida se les ha ido, a ella y a gran parte de su generación, tratando de "lavarse esos tatuajes".

En cuanto a los judíos de Israel, Natalia Ginzburg confiesa haber pensado durante largo tiempo que gozaban de "prerrogativas y superioridad sobre los árabes" y que sólo en cierto momento esta idea llegó a parecerle monstruosa. Pero tan pronto cayó en la cuenta, arrancó de sí esta idea "como una mala hierba que había proliferado junto a nuestros mejores impulsos y a nuestra sed de justicia e igualdad, sin lograr que éstas desaparecieran, pero transformándolos poco a poco en un manojo de paja inútil". Esta reflexión la precipita en una amarga nostalgia de lo imposible. "Nuestras ideas monstruosas deberían tener al menos la virtud de volverse visibles, de modo que podamos entenderlas, como podríamos entender a nuestros enemigos, o aquellos a quienes llamamos enemigos. Nuestras propias ideas monstruosas deberían enseñarnos a posar nuestra mirada sobre los otros con tolerancia y atención extremas, [...] disuadiéndonos de seguir pensando en nosotros mismos como los hijos del bien universal."

En cierto momento de su vida, Natalia Ginzburg también pensó que el pueblo judío tenía derechos sobre los árabes porque había sobrevivido a un exterminio. "Esta ya no era una idea monstruosa, pero era un error. El dolor y las ofensas indecibles que hemos contemplado y soportado en nuestra vida no nos confieren ningún derecho sobre los otros, ninguna especie de superioridad." Mucho menos, aclara, el derecho de oprimir a sus semejantes por medio del dinero o de las armas, simplemente porque este derecho no puede tenerlo alma viviente en el mundo. "Y volviendo a Israel -confiesa- lo que me pasa es esto. [...] Después de la guerra, sentíamos amor y confraternidad por los judíos que marchaban a Israel, pensando que habían sobrevivido al exterminio, que habían quedado sin casa y sin familia y no tenían adónde ir. Amábamos en ellos la memoria del dolor, la fragilidad, el paso tardo y la espalda cargada de espanto. [...] De ningún modo estábamos preparados para verlos convertirse en una nación poderosa, agresiva y tan vindicativa. Esperábamos que Israel fuera un pequeño país inerme, recoleto, que cada uno conservase la propia fisonomía grácil, amarga, reflexiva y solidaria. Quizá no era posible. Pero esta transformación ha sido otra de las cosas horribles que nos han pasado."

Así, si alguien habla de Israel con desprecio, Natalia Ginzburg se siente ofendida y se rebela, como si ofendieran a su propia familia; pero si se habla con exaltada admiración, siente de inmediato que se halla en la vereda de enfrente. Quizá demasiado tardíamente en la vida, comprendió que los árabes vecinos de Israel eran, en su inmensa mayoría, un pueblo de pobres campesinos y pastores. "Sé poquísimas cosas de mí misma, pero sé con absoluta certeza que no quiero estar de parte de quienes usan armas, dinero y cultura para oprimir campesinos y pastores." La probable ingenuidad de esta última afirmación, quizá lo más discutible del texto, queda matizada con la mirada que al fin echa sobre los propios guerrilleros de Septiembre Negro: el horror "no humano" de sus acciones nos vuelve igualmente inhumanos a quienes somos testigos, y esa merma en nuestra condición humana nos impide ver que una violencia tan extrema es, precisamente, el extremo más aberrante de la "desesperación", de la desesperanza, que invade el mundo contemporáneo, y que todos llevamos en nosotros mismos.

"El mundo está hecho de manera tan desastrosa, que es necesario decidir de minuto en minuto cómo defenderse y a quién defender. Los hombres y los pueblos sufren transformaciones, rapidísimas y horribles. La única elección a nuestro alcance es tomar partido por aquellos que mueren y sufren injustamente. Se dirá que es una elección fácil, pero acaso sea la única que nos es dado realizar."

Leopoldo Brizuela

Una conciencia insobornable

Natalia Ginzburg nació en Palermo en 1916, pero casi inmediatamente su familia se trasladó a Turín. Su padre, Giuseppe Levi, era un eminente biólogo judío, de origen burgués e ideas socialistas. La infancia, adolescencia y primera juventud de la escritora estuvieron profundamente marcadas por el crecimiento y consolidación del fascismo, la sanción de las aberrantes "leyes raciales", la persecución a los opositores, entre los que se contaron varios de sus hermanos, exiliados forzosos.

Su primera novela La calle que va a la ciudad (1941), escrita durante el confinamiento en los Abruzzos, logró sortear la censura con un seudónimo. Después del asesinato de su primer marido, Leone Ginzburg, a manos de los nazis, en 1943, Natalia Ginzburg comenzó su labor como editora en la casa Einaudi - su segunda gran pasión-, formó parte de un equipo único en la historia: Italo Calvino, Cesare Pavese y Elio Vittorini. Después de una breve estancia en Inglaterra, a principios de los años cincuenta, acompañando a su segundo marido Gabriele Baldini, crítico literario y director de la Dante Alighieri de Londres, Natalia Ginzburg se instaló en Roma y se abocó también a la dramaturgia (escribió una decena de comedias), al periodismo y a la redacción del libro de recuerdos Léxico familiar (1963), una curiosa serie de recuerdos hilvanados por las "palabras de la tribu" que ganó el premio Strega y en los que toda una generación se sintió curiosamente reflejada. Publicó una veintena de relatos de ficción. Fue traductora de Proust y Maupassant, entre otros, y compuso la saga histórica La familia Manzoni (1985).

En sus últimos años se dedicó, imprevistamente, a la militancia política, y llegó a ser diputada por un grupo de independientes de izquierda. El pasado 14 de julio habría cumplido noventa años; el próximo 8 de octubre se cumplirán quince años de su muerte. Los constantes y repetitivos acontecimientos de Medio Oriente dan pie para recordarla como una de las conciencias más valientes, originales y perdurables del tiempo que le tocó vivir; quizá, como a ella más le hubiera gustado, más allá de la indecible belleza de su voz literaria.

L. B.

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