martes, 26 de febrero de 2008

De París a La Pampa

Los dos términos enlazados en el título de esta obra singular (Alberto Gerchunoff, Les gauchos juifs , traducción de Joseph Bengio y Nicole Czechowski; Stock) presentan un aspecto antinómico destinado a picar la curiosidad del lector argentino de 1910, año de su publicación, y, sin duda, también la nuestra gracias al epígrafe de Borges, agregado posteriormente, que atribuye al autor "una generosa e infalible precisión literaria".

¿Cómo puede un judío devenir en gaucho y qué se debe entender exactamente por tal? Por empezar, señalemos lo que el libro no dice, pero que ningún historiador especializado en América latina ignora y que esclarece la paradoja: inicialmente, el gaucho proyectó una imagen peyorativa; después, en una voltereta espectacular, se transformó en un mito glorificado de la esencia nacional del pueblo argentino.

A comienzos del siglo XIX, el gaucho era visto, ante todo, como un marginal nómada más bien indeseable, a veces mestizo, que llegado el caso ofrecía sus servicios a los hacendados para algún rodeo, pero mantenía celosamente su independencia en las pampas. Allí, con sus boleadoras y su facón, faenaba a su antojo el ganado que vagaba en libertad.

Todo esto cambia en 1845 con la introducción del alambre de púas. De ahí en más, los hacendados podrán cercar sus campos, por inmensos que sean. Embretado entre las fincas delimitadas y los territorios indígenas -que, año tras año, caen en manos de explotadores a remolque de campañas militares "civilizadoras"- el espacio del gaucho libre se convierte en piel de zapa. Muy pronto, los gauchos no tendrán más remedio que ponerse al servicio de los estancieros. En peligro de extinción, su imagen se transfigura paradójicamente con el recuerdo oportuno del heroico papel que desempeñaron en las guerras de independencia contra los españoles o en los duros conflictos internos de los que emergerá la república. La desaparición progresiva del gaucho primitivo va acompañada, pues, de la asunción de su mito. Con sus botas de potro, sus bombachas, su ancho cinto de cuero tachonado de monedas de plata, el gaucho pasa a ser un símbolo popular de la argentinidad. Los poetas ensalzan su epopeya: por ejemplo, José Hernández en su Martín Fierro (1872). Los novelistas lo evocan con nostalgia, como Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra (1926). Ahora, tratar a alguien de gaucho es un cumplido. Y el servicio desinteresado y cordial que presta un amigo es una gauchada (en español en el original).

¿Qué tienen que ver los judíos con todo esto? Son una pequeña porción (75.000 según los censos) de esos inmigrantes que los políticos, como el presidente Sarmiento, o los pensadores liberales, como Alberdi, habían convocado para poblar los inmensos espacios desiertos de la "Patria Grande". Pero, evidentemente, los políticos y los politólogos habrían deseado una inmigración "selecta" -una cantinela que, hoy día, zumba en los oídos de los franceses- y esa avalancha de pobres diablos venidos del sur de Italia, sin la menor capacitación, empezó a inquietarlos. Por eso tuvieron buena acogida los judíos rusos (no muchos) que, huyendo de los pogromos y las persecuciones zaristas de fines del siglo XIX, abandonaron sus tiendas moscovitas y, con el patrocinio del generoso barón Hirsch, vinieron a una nueva tierra prometida en las provincias de Santa Fe o Entre Ríos.

Esta es la aventura que narra Alberto Gerchunoff, un tanto embellecida porque el libro se publicó en 1910 durante los festejos del primer centenario argentino. Gerchunoff había nacido en Ucrania, en 1883. Poco después, en 1890, su familia se radicó en la Argentina, en la colonia Moisesville. Gusta pintar cuadros bucólicos -la primera labranza, el ordeñe con la leche cayendo en el balde, la lluvia bienhechora- en el estilo modernista, derivado de nuestro simbolismo y traspuesto al español por un Rubén Darío o un Leopoldo Lugones. Son escenas atravesadas por reminiscencias de versículos bíblicos, sensibles en la evocación sensual de los personajes femeninos, en la transfiguración de los rigores de las pampas en la apacible dulzura de la campiña de Judea. Pero muy pronto esas visiones lustrales dan paso a relatos breves que marcan mejor las dificultades de su empresa: desde las nubes de langostas hasta los choques con los peones lugareños y los nuevos conflictos generacionales, nacidos dentro mismo de la comunidad judía. Los jóvenes se acriollan más rápido que los adultos, adoptan las costumbres locales sin dificultad alguna y no son reacios a los matrimonios mixtos. Para sorpresa de sus padres, pronto se convierten en excelentes jinetes. Ellos serán los gauchos judíos. El apelativo alude a su adecuación al mito nacional, mucho más que a su oficio. Al cumplir el sueño de una síntesis que se consideraba imposible, encarnan esta paradoja que muestra la fuerza del "crisol" argentino.

El mismo Gerchunoff la encarna, a su modo. Radicado en Buenos Aires, llegará a ser un periodista brillante y un novelista estimable, reconocido como tal por Borges, por su parte tan reticente respecto al posible origen judío de su apellido.

Jacques Fressard
París, 2006
La Quinzaine Littéraire y LA NACION

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