martes, 6 de marzo de 2007

León, el paciente que se quedó a vivir en el Hospital Israelita

SE INTERNO EN LOS AÑOS 70 Y SE CONVIRTIO EN UN EMPLEADO ADMINISTRATIVO. Inmigrante polaco, León Bekman vive allí desde que se internó, hace 30 años. Sufre esclerosis múltiple y dicen que donó sus propiedades al hospital.

La fiebre de Wolynia, más conocida como fiebre de las trincheras, es un derivado extremo de la miseria y sus síntomas fueron registrados en la Primera Guerra.

Las comarcas de la Wolynia fueron un ducado y después objeto de pugnas nacionales. Pertenecían a Polonia cuando León Bernardo Bekman nació, hace 74 años "en un pueblo perdido, Wisniowiec, en Kremnitz —dice— no lo va a encontrar en el mapa". Desde la conferencia de Yalta pertenece a Ucrania con otro nombre pero Bekman no lo lamenta. Su lengua materna fue el idisch y aunque aprendió el polaco en la escuela y aún lo sabe leer, ya no comprende el sentido de las palabras ("llegué a odiar el idioma y a todos los polacos"). El se siente argentino, aunque en verdad es ciudadano del Hospital Israelita, donde vive desde hace 30 años.

Más que un paciente internado, es un pupilo de su cuarto: allí repasa las historias clínicas y transcribe el censo de pacientes, las altas y actas de defunción. Las dos veces que lo visité lo encontré plegado sobre sí mismo en una silla, concentrado ante el diario abierto en la cama. No leía, estudiaba los caracteres con obsesión de linotipista y cuando se puso de pie, no resultó mucho más alto. Si no fuera el viejo sonriente y bondadoso que es, se lo podría imaginar como el hombrecito misterioso de la novela de Gustav Meyrink, el Golem amasado por un rabino que se hacía ver en el cementerio judío de Praga.

En su memoria del Hospital Israelita, Nicolás Rapoport, uno de sus fundadores y primeros médicos, apuntó que la institución surgió de la iniciativa de un grupo de inmigrantes judíos comprometidos en la original Sociedad de Beneficencia Israelita Argentina "Ezrah", y que fue levantado y progresó en base a donaciones, como los clásicos hospitales de colectividades a fines del siglo XIX. En 1916 se colocaba la piedra fundamental para el primer pabellón y las dos primeras salas fueron inauguradas el 25 de mayo de 1921. Veinte años más tarde atendía a tres mil pacientes internados. La llegada de los barcos de inmigrantes, continúa Rapoport, era seguida por los médicos del hospital, que visitaban a diario el Hotel de Inmigrantes.

La historia de los Bekman fue así: su padre vino al país en 1931 y cinco años después llegaron su mujer y su único hijo, de ocho años. Durante seis meses sobrevivieron en la capital con la venta ambulante y luego se trasladaron a La Plata. Allí el padre abrió su propia tienda de ropa, "Carmel", en honor al monte de donde proviene el mejor vino de Israel. Argentina era un país de gran movilidad social por los años 40 y León estudió para perito mercantil. Pero en 1962 enfermó de esclerosis múltiple. Pocos meses después murió su madre y en 1968, su padre. León, que según sus propias palabras siempre fue petiso, no pudo remontar las deudas y el negocio fue a remate. La extinción de la familia lo llevó a viajar a Buenos Aires y a mediados de los años 70, gracias a los oficios de la colectividad judía, a la que estuvo siempre muy apegado, consiguió cama.

Según un chisme oído de un miembro de la cooperativa que hoy administra el centro —el jefe de camilleros R. Serrano, con veinte años de trabajo en el hospital— en los 80 Bekman donó sus propiedades de La Plata a la Asociación Mutual de Beneficencia "Ezrah". El Hospital Israelita aún recibía donaciones de los judíos prominentes de todo el país. A esa altura lo que comenzó como una internación se había convertido en hospedaje. El se había vuelto un paciente imprescindible y quizá un día sugirió, a la manera de Bartleby, el personaje de Herman Melville: "preferiría no irme".

El hospital es su ciudad y él habla de los distintos servicios como de sus mudanzas en las tres últimas décadas. Durante una época fue vecino del segundo piso, más tarde se trasladó a una habitación en el sector de Maternidad, y así sigue. "Puedo mostrarle mi currículum", dice y extiende una carpeta en la que se lee que empezó a trabajar como secretario de administración en el servicio de Clínica Médica y que después pasó a la Unidad Docente Hospitalaria. De esta temporada conserva la herramienta adquirida con el oficio, la Olivetti de metal color oliva en la que sigue tecleando a diario. Desde hace más de un año vive en el cuarto número 709, donde puede ser observado, dado que suele caerse como secuela de la enfermedad. Hace tiempo paseaba por los corredores con el bastón y siempre lo visita su sobrina, pero ahora hasta la cama le queda alta. Por lucidez extrema ante la decadencia —o por coquetería, que es muy semejante —, no le gusta ser fotografiado. "Es que me da bronca verme la cara, yo mismo me tengo bronca por cómo quedó mi cuerpo." Sin embargo esa piel que no ha visto el sol durante tres décadas se vuelve transparente en las orejas vistas a contraluz. Más que un anciano parece un niño que dejó de crecer cuando eligió exiliarse del mundo.

Matilde Sánchez
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