martes, 6 de marzo de 2007

En busca del espacio perdido

"Quizás, cuando miramos el cielo nocturno, cerca de uno de esos débiles puntos de luz, haya un mundo donde alguien muy distinto a nosotros esté contemplando distraídamente una estrella, que nosotros llamamos Sol.”
Carl Sagan, Cosmos

Es posible que nuestra galaxia sea un lugar rebosante de vida. Al fin de cuentas, la Vía Láctea es una súper isla de 200 mil millones de soles. Y más allá de lo que ocurre en el Sistema Solar, todo indica que los planetas serían fieles y habituales compañeros de las estrellas. Ante semejante inmensidad de mundos posibles, resulta sumamente tentador soñar con una enorme variedad de criaturas, muchas inteligentes, desparramadas por los distintos sistemas planetarios. E incluso, viajando de un rincón a otro de la gran metrópoli galáctica, al mejor estilo Star Wars. ¿Por qué no? Pero hasta ahora, no lo sabemos: no existe ninguna evidencia seria de vida extraterrestre. Y mucho menos, de vida inteligente. Sin embargo, tarde o temprano, ese ansiado “contacto” podría aparecer: desde hace algunas décadas, la humanidad está explorando el cielo con una red mundial de poderosos radiotelescopios, a la pesca de eventuales señales de origen extraterrestre. Es el famoso proyecto SETI, donde la Argentina ocupa un muy meritorio lugar.

Todo comenzó en 1960, con los primeros y soñadores intentos del astrónomo Frank Drake. Y poco más tarde, con una sencilla e ingeniosa fórmula, que no sólo encarriló la búsqueda, sino que también –y éste ha sido su mayor aporte– le dio un marco general de racionalidad al tema de la posible vida extraterrestre. Una cuestión absolutamente fascinante, pero que, tal vez por eso mismo, ha caído, una y otra vez, en ingenuas y torpes especulaciones (cuando no, directamente, en burdos fraudes). La “fórmula de Drake” plantea una combinación de parámetros muy precisos. Algunos ya han sido medianamente resueltos. Pero otros permanecen en las más oscuras sombras, y siguen dando lugar a todo tipo de opiniones.

El Proyecto Ozma

En septiembre de 1959, los físicos Philip Morrison y Giuseppe Cocconi abrieron el fuego con un artículo publicado en la revista inglesa Nature. El título era por demás sugerente: “Buscando comunicaciones interestelares”, y en pocas palabras decía que los radiotelescopios (que ya existían) podían ser una muy buena herramienta para captar eventuales mensajes de civilizaciones extraterrestres. Y hasta sugirieron que para sus transmisiones, “ellos” probablemente elegirían la longitud de onda de 21 cm, que corresponde a la emisión de radio del hidrógeno neutro. ¿Por qué? “Sería una elección lógica –decían Morrison y Cocconi– porque el hidrógeno es el elemento más común del cosmos, y esa longitud de onda sería una suerte de idioma universal.”

Ni lento ni perezoso, siete meses más tarde, en abril de 1960, el estadounidense Frank Drake inició la búsqueda desde el Observatorio Nacional de Radio Astronomía de Green Bank (West Virginia). Era el “Proyecto Ozma” (por el personaje central de Ozma de Oz, del libro de L. Frank Baum). Drake apuntó un radiotelescopio –de 25 metros de diámetro– hacia Tau Ceti y Epsilon Eridani. Una elección sumamente razonable, dado que ambas estrellas son muy parecidas al Sol, y están relativamente cerca. El “Proyecto Ozma” no tuvo éxito, pero fue la base imprescindible para todos los intentos posteriores.

Nace la formula

A fines de 1961, Drake dio el paso siguiente: convocó a un grupo de diez reconocidos científicos para tratar a fondo el tema y los pasos a seguir. Allí estaba, entre otros, el muy joven Carl Sagan, un apasionado del tema. A partir de ese encuentro fundacional, comenzó a popularizarse la sigla SETI, por “Search ExtraTerrestrial Intelligence” (búsqueda de inteligencia extraterrestre). Y fue justamente allí, cuando Drake presentó su fórmula:

N= N* x fp x ne x fl x fi x fc x L

La gran virtud de la “Fórmula de Drake” fue bajar a tierra el tema extraterrestre mediante una serie de parámetros puntuales, más allá de su resolución inmediata o no. Veamos: “ N” es el número de “civilizaciones observables” que habría en la Vía Láctea. “N*” (R en inglés) es la cantidad de estrellas de la galaxia. Luego vienen “fp” que es la fracción de todas esas estrellas que tienen planetas; “ne”, el número promedio de planetas “tipo Tierra” (aptos para la vida) en un sistema planetario; “fl”, la fracción de aquellos mundos donde realmente surge vida; “fi”, la fracción de aquellos planetas donde la vida haya evolucionado hacia la inteligencia; y “fc”, la fracción de especies inteligentes que puedan comunicarse mediante transmisiones interestelares. El último punto, L, es el más difícil: la duración promedio de una civilización inteligente y comunicante.

Paso a paso

Evidentemente, la resolución de “N”, la cantidad de “civilizaciones observables” de nuestra galaxia, requiere de datos astronómicos, biológicos, y hasta podríamos decir de “sociología extraterrestre”. Y obviamente, estos últimos son los más intangibles y especulativos. Pero vayamos paso a paso.

Todos los astrónomos coinciden en que la Vía Láctea tiene entre 100.000 y 400.000 millones de estrellas. Evidentemente, la fórmula de Drake parte de una base enorme. Pero de aquí en más, todos serán “cuellos de botella”. Variables cruciales que ponen en evidencia que no es tan fácil que haya extraterrestres comunicándose (y hasta paseándose, si queremos hablar de los OVNI) por todos lados. En realidad, es por demás difícil.

Por empezar, no todas las estrellas tienen sistemas planetarios (fp). Distintas evidencias (entre ellas, los descubrimientos de múltiples discos protoplanetarios alrededor de estrellas jóvenes, y los programas de búsqueda de planetas extrasolares) indican que entre el 40 y el 50 por ciento de las estrellas tienen realmente planetas a su alrededor. Por lo tanto, el valor de fp podría estar cerca de 0,5. Pero luego habría que ver cuántos de esos mundos (que pueden ser también lunas), son en principio aptos para la aparición de la vida (ne). Y eso incluye la presencia de agua líquida. Claro, el único caso conocido a ciencia cierta es el Sistema Solar. Y aquí, además de la Tierra, existen otros potenciales nichos biológicos (pasados, presentes o futuros): Marte; Europa, una de las lunas de Júpiter; y tal vez, Titán, el principal satélite de Saturno. A la hora de estimar el valor de ne, muchos astrónomos –entre ellos, el propio Drake, y el inolvidable Sagan– coinciden en una razonable franja de valores que va de 1 a 5.

Mundos biologicamente aptos

Hasta aquí, la fórmula de Drake presenta cuestiones de índole astronómica, que, por otra parte, están bastante claras. Pero las siguientes incógnitas nos irán llevando, progresivamente, a un terreno cada vez más resbaladizo. ¿En cuántos mundos, biológicamente aptos, la vida realmente tuvo su chance? Sobre este punto (fl), los científicos son más optimistas ahora que en los años ‘60. Durante los últimos años, se ha descubierto que los ladrillos básicos de la vida (agua, moléculas orgánicas complejas y ciertos hasta aminoácidos) son moneda corriente en el universo: están en las masas de gas y polvo interestelar, están en los meteoritos y están en los cometas. Y muy bien pueden haberse depositado en jóvenes planetas (y lunas) de toda la galaxia. Los biólogos más optimistas creen, incluso, que dadas las mínimas condiciones de “hospitalidad”, la vida se abriría camino sin problemas en incontables mundos. Aún así, el valor de fl todavía resulta muy incierto.

La buena fortuna

¿Y la inteligencia (fi)? Aquí la cosa se pone mucho más complicada. De hecho, es el punto más polémico de la fórmula de Drake. Por empezar, resulta difícil aceptar que la vida inteligente surja de un día para el otro. Más bien, y dada su complejidad, debería ser el resultado de una lenta evolución, muy largamente sostenida en el tiempo.
Los más optimistas tienden a aceptar que los procesos de “selección natural”, al mejor estilo darwinista, favorecerían la aparición de la inteligencia, en el largo plazo, en mundos aptos para la vida. Y que una vez establecida, la inteligencia dispararía las chances de supervivencia de una eventual especie extraterrestre, abriéndose camino a través de la selección natural.

Por el contrario, hay quienes piensan que la evolución no tendría por qué conducir necesariamente hacia la emergencia de seres sofisticados. En su libro Wonderful Life, Stephen Jay Gould, el gran paleontólogo y divulgador estadounidense (fallecido en 2002), decía enfáticamente que la evolución es un proceso caótico e impronosticable. Y que nuestra especie, el Homo sapiens, “es más una entidad que una tendencia evolutiva”. Gould subrayaba que si la historia de la Tierra volviera a comenzar, los humanos no volverían a aparecer. Y que “le debemos nuestra existencia a la buena fortuna”.

En la misma línea también se anotaba el renombrado biólogo Ernst Mayr. Según él, los astrónomos y los físicos eran “demasiado optimistas” con respecto a la aparición de vida inteligente extraterrestre. Mucho más que los propios biólogos. En 1996, en la publicación especializada The Planetary Report, escribió: “Mientras que ellos (físicos y astrónomos) tienden a decir que si la vida apareció en un lugar, desarrollará con el tiempo la inteligencia, los biólogos, en cambio, están impresionados con lo improbable de tal desarrollo”.

Más allá de la polémica entre “optimistas” y “pesimistas”, hay un punto donde no hay nada que discutir: las eventuales catástrofes globales devastadoras (impactos de asteroides o cometas, o violentísimos cambios climáticos), que en cualquier momento podrían “cortar” de cuajo las líneas evolutivas más complejas. Por ejemplo: si un gran asteroide hubiese caído en la Tierra durante los últimos millones de años, tal vez la humanidad hoy no estaría aquí.

En resumen: para algunos, fi tendría un valor cercano a uno, y para otros, estaría rozando el 0. La cuestión de la inevitabilidad o no de la aparición de la inteligencia (en todo proceso biológico) es la que más polariza las discusiones actuales científicas sobre la vida extraterrestre.

Comunicacion y superviviencia

Ahora bien: supongamos que, efectivamente, hay seres inteligentes en otros sistemas estelares. ¿Podrían comunicarse? ¿Querrían hacerlo? Evidentemente, el valor de fc está sujeto a todo tipo de especulaciones. Y en este terreno, aún más que en el anterior, sólo hay opiniones. En general, los partidarios de los programas SETI dicen que, tarde o temprano, cualquier civilización descubriría que la mejor forma de hacerse notar a distancias astronómicas es mediante transmisiones en ondas de radio. Obviamente, hay opiniones completamente opuestas que apuntan, esencialmente, a cierto “antropocentrismo comunicacional-tecnológico”. Quién sabe, tal vez, los ET podrían elegir otras formas de comunicación interestelar que ni siquiera imaginamos. Así que fc es otro gran parche de incertidumbre. Y el que sigue, el último de la fórmula, también: ¿cuánto puede durar una civilización extraterrestre capaz de comunicarse? El valor de L también es completamente arbitrario. Los optimistas especulan que una sociedad inteligente podría vivir millones de años. Los escépticos, en cambio, apuntan, entre otras cosas, que la humanidad recién ha descubierto la radioastronomía en las últimas décadas. Y que durante ese tiempo –nada a escala cósmica– ha estado cerca de autodestruirse más de una vez. Y entonces, ¿en qué quedamos? Jugando con los pocos datos confiables, y especulando con todos los demás, la fórmula de Drake podría arrojar cifras completamente disímiles: en la Vía Láctea podría haber un millón de civilizaciones extraterrestres, 1000, o tal vez sólo una, nosotros. Evidentemente, no son tantas, porque si no, a esta altura, luego de más de cuarenta años de intentos, ya habríamos captado la señal de alguna. Pero es igualmente razonable pensar que no somos los únicos.

En última instancia, todos coinciden en que la “fórmula de Drake” no apunta a revelar la mágica cifra final. No se podría, ni tendría mayor sentido. Su mayor virtud, en cambio, es parar la pelota, despejar las brumas de la pseudociencia, y enmarcar el tema racionalmente. Sólo así podremos acercarnos a la gran respuesta. Y de paso, entender y valorar nuestro precioso lugar en el universo. Nada menos.

Mariano Ribas

Teléfono muerto

Tal vez sea su parentesco semántico con la deidad egipcia. Tal vez sea el atractivo intrínseco que emana de toda sigla habida y por haber (como ocurre con ADN, ONU, OMS, CNN o, para algunos, EE.UU.). Tal vez sea el aura romántica (y algo melancólica) que lo envuelve, como la que rodea al que busca exhaustivamente pero no encuentra. Lo cierto es que el proyecto Seti –y el cúmulo de esperanzas y frustraciones que despierta– tiene el don de encandilar: no importa los años que hayan pasado desde su puesta en funcionamiento; no importa su desaparición mediática, su silenciosa existencia, allí, en Arecibo, Puerto Rico, sigue abierta aquella monumental oreja, la gigantesca antena parabólica de 305 m de diámetro, rastrillando día y noche frecuencias que atraviesan sin problemas nubes de gas, de polvo, atmósferas y galaxias. Pero no sólo escucha, también habla: lo hizo por primera vez hace más de tres décadas, justo en su inauguración, en 1974. Fue entonces que Frank Drake tuvo el honor de emitir un mensaje de 2 minutos en dirección al cúmulo de estrellas M13. La “carta” estaba codificada: 1679 bits de información con las coordenadas de nuestra ubicación en el Sistema Solar, un recetario de fórmulas químicas y una especie de identikit de cómo nos vemos. Aunque no lo admite públicamente, Drake aún aguarda respuesta. Sin duda, es una buena prueba de resistencia para su paciencia: se le avecinan 50 mil años de espera.

Entre el pesimismo que acarrea siempre la frustración y el optimismo probabilístico que esconde la fórmula de Drake, los científicos anidados en la Universidad de Berkeley (instituto en el que procesan las señales procedentes del espacio) se aferran al empuje que la tecnología promete dar de acá a 50 años. Porque el problema no es tanto recibir la señal sino hallarla en la astronómicamente descomunal maraña de datos que recibe cada segundo, cada hora, cada día. Seth Shostak, uno de los astrónomos top del Instituto Seti, presume que el poder de computación seguirá multiplicándose por dos cada 18 meses –ley de Moore dixit– hasta más o menos mediados de 2015, como lo ha venido haciendo desde hace 40 años, permitiendo así dar con ella.

Por ahora el silencio es total. Aunque eso no determina que no haya habido falsas alarmas: como la que estalló el 15 de agosto de 1977 a las 23.16 cuando un tal Jerry Ehman, voluntario del proyecto, observó en los instrumentos de recepción del radiotelescopio Big Ear de Ohio, Estados Unidos, una señal 30 veces más intensa que el ruido de fondo. Fue su “¡Eureka!” personal, aunque en vez de gritar como lo hizo Arquímedes en su bañera, Ehman lo hizo redondeando en el papel el pico de la señal con un llamativo “¡Wow!” en el margen. Fueron 75 segundos y se presume que la señal vino de alguna parte de la constelación de Sagitario. Nadie lo podrá confirmar: la señal hasta ahora nunca se repitió. Desde entonces, lo único que hace Ehman es mirar al cielo, con los ojos fijos y las orejas abiertas. El mensaje puede estar en camino, viajando entre nébulas, soles y planetas.

Federico Kukso

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