domingo, 28 de septiembre de 2008

La vida en una isla artificial

Hierro. Mucho hierro. Silencios no tan silenciosos. Gente solitaria, almas errantes en medio del mar. Imágenes, impresiones que se hacen carne en cada una de las escenas de La vida secreta de las palabras, la película de Isabel Coixet que alimentó el imaginario en el viaje hacia la P-48, la plataforma petrolífera de Petrobras emergida entre azules profundos de otro mar, el de Brasil.

Río de Janeiro, la ciudad custodiada por el imponente Cristo de brazos abiertos, las arenas blancas y el termómetro que roza los 40 grados, fue la primera parada, el centro operativo para el destino final: la isla artificial donde hombres y mujeres viven en una extraña y precaria armonía.

Una noche breve y un despertar entre cafés y vuelos. Un avión de dos motores y con capacidad para 19 pasajeros despega del aeropuerto Santos Dumont, de Río, una vía de cabotaje similar a nuestro Jorge Newbery. En sólo 45 minutos y 180 kilómetros al norte del punto de partida, el avión aterriza sobre la pista de Macaé, la próspera urbe conocida como la capital del petróleo de Brasil. Fundada en 1813, y con una población que no supera los 126 mil habitantes, Macaé consiguió su mayor expansión en los años 80, con la llegada de la explotación del petróleo offshore (término en inglés que significa "en el mar, alejado de la costa") y se convirtió en una de las zonas de mayor crecimiento en el país.

Los aterrizajes y despegues de helicópteros que circulan entre las bases marítimas de Petrobras localizadas en la cuenca de Campos, donde se encuentran los principales yacimientos de crudo del país, son el corazón del aeropuerto de Macaé, ubicado estratégicamente entre la zona de los lagos de Río de Janeiro. Tras un intenso brief de seguridad y el desfile de cada uno de los tripulantes por la balanza, los chalecos salvavidas color naranja se convierten en el pasaporte para abordar el moderno helicóptero Dauphin, único medio posible para recorrer, en 45 minutos, 160 kilómetros mar adentro, hasta donde está la P-48.

Azules, cielo y mar se unen, se intensifican, se desdibujan en cada ventana de la nave, que vuela con una inquietante insonoridad. Sólo por momentos la respiración profunda golpea como olas en los oídos protegidos con tapones de goma y unos enormes auriculares, quebrando esa sensación de extraña suspensión.

Lejos, pero no tanto, de la ficción, los hierros simulan a la distancia una isla artificial, cuya bandera, diminuta y rojiza, no es más que una llama que se mueve con el viento. En un pequeño rincón del buque plataforma -que mide tres cuadras y media de largo por media cuadra de ancho y tiene la altura de un edifico de 12 pisos- el helicóptero debe posarse con levedad. Las aspas no dejan de girar. Un equipo de gente cubierta con cascos, lentes y trajes naranjas toma nuestras manos para conducirlas hacia una delgada escalera empinada que culmina en el último piso de la plataforma, que se mece lentamente.

José Valdir Brescansin, gerente de la ciudad flotante, y Geraldo Celso, jefe operativo, estrechan manos y ofrecen dos besos, uno en cada mejilla, a modo de saludo. Ellos serán los guías por la ciudad de hierro construida sobre un buque petrolero cuyo valor supera los 1250 millones de dólares.

No hay tiempo que perder. Una compuerta se abre para dar paso a la otra plataforma, la de colores cálidos que buscan simular la comodidad del hogar. "Aquí viven 195 personas -dice José a paso acelerado, para conducir a sus invitados a sendos camarotes, el de hombres y el de mujeres-, pero el buque tiene capacidad para 246 personas."

-¿Cuántas mujeres trabajan aquí? -Diez, pero nunca están las diez juntas.

La puerta del camarote se abre. Lo primero que se ve es una mesa redonda, un sillón, un equipo de música, un televisor. Un pasillo angosto divide la sala del cuarto donde dos camas marineras con las sábanas desordenadas dan señales de vida. Un osito de peluche y un despertador están sobre la mesa de luz. En el baño y colgadas por doquier esperan secarse algunas prendas íntimas femeninas. De vuelta en la pequeña sala, sobre la silla se encuentran envueltos en bolsas de nylon los uniformes para los visitantes: trajes naranjas de tela antiflama. Anteojos especiales de seguridad, casco blanco, guantes, botas con suela de goma (cubrebotas para moverse en el interior de la plataforma) y tapones para los oídos forman parte de la vestimenta obligatoria. "El uso de esta ropa es esencial para la prevención de accidentes -señala Celso-. Es un instrumento de trabajo."

En el buque, que cada día extrae del fondo del mar 150 mil metros cúbicos de petróleo, el personal trabaja 15 días corridos en jornadas de doce horas con horarios rotativos, para luego tomarse un merecido descanso de 21 días en tierra firme. La ecuación puede resultar más que atractiva si a esto se le suma que el salario, por lo general, puede duplicar y hasta triplicar la oferta laboral en tierra, más la gratuidad del alojamiento y la comida. Sin embargo, es innegable que la vida y las condiciones de trabajo a bordo son duras y estrictas. Hablamos de aislamiento extremo en un lugar tan peculiar como es el mar abierto, condiciones de calor y frío intensos, riesgo de accidentes... Como si fuera poco, se trata de una de las actividades ocupacionales más estresantes.

"Por lo menos nos evitamos los problemas de tránsito para llegar a horario al trabajo", bromea Geraldo Celso. El hombre, de contextura media y portador de una gran sonrisa, que de sus 49 años dedicó 22 a trabajar en diversas plataformas de Petrobras, asegura que "uno no termina de acostumbrarse completamente".

Geraldo está casado y tiene cinco hijos -"tres varoncitos y dos nenas"- que lo esperan en Minas Gerais (al oeste de Río de Janeiro). "Uno se pierde cosas, muchas cosas que pasan en casa. Cumpleaños, fiestas, navidades y años nuevos. No es fácil", muerde sílaba por sílaba en un portugués que deja traslucir cierta nostalgia.

"El problema, el verdadero problema, es cuando a uno lo empiezan a ver como a un extraño", dice José, sin anestesia, y calla. Hasta que en un momento del almuerzo, y luego de haber hundido varias veces la cuchara en su puré de batatas, se relaja y se permite decir: "Puede ocurrir que en tu casa seas un extraño, un visitante, porque no están acostumbrados a vos". José lleva 22 años trabajando para la petrolera brasileña y fue testigo de cinco accidentes. "El de 1988 fue el más grande. La plataforma se incendió por completo. Comenzó a producir sin control y se incendió. Pudimos salir todos. En el '95 fue una explosión de bombas, y también salimos ilesos."

-¿Logró reponerse con asistencia psicológica? -Nunca la precisé -responde seco, cortante.

-Después de aquellas experiencias no debió de ser nada fácil volver a trabajar... -Uno vuelve, porque está preparado para que así sea...

José no logra terminar la oración cuando llega ella. Tiene los ojos delineados y los labios pintados. Algo de sombra en cada uno de sus párpados, las uñas limadas, lleva puesto un par de aros y el cierre de su mameluco naranja no llega hasta arriba. Claudia Sampaio tiene 26 años, es bioquímica y hace sólo un año que trabaja en plataformas. En la P-48 ya cumplió su quinto mes. "Curiosidad", es la palabra que usa Claudia para decir por qué trabaja en un lugar como éste. "Siempre me atrajo la idea de estar en medio de la nada." No es poeta, pero no sólo el dinero justifica la decisión de ser una de las diez mujeres que conviven en la plataforma con una tripulación de 185 hombres.

Cuando se viste de civil, Claudia opta por los jeans. "Hay demasiadas escaleras para usar falda", asegura entre risas. Soltera, pero de novia, la muchacha que analiza la calidad del petróleo asegura que su relación de pareja se basa en la confianza. "Aprovechamos el tiempo que nos vemos en tierra y cuando no estamos juntos vivimos hablando por teléfono."

Sus compañeros aseguran que es una de las que más gasta en tarjetas telefónicas.

En sus ratos libres aprovecha el gimnasio, ve una que otra película en el microcine y se hace tiempo para estudiar. "Quiero terminar la carrera de Ingeniería de Producción, que está orientada a las relaciones empresariales."

Claudia camina por los pasillos y las mira das se posan en ella. "No es fácil ser mujer, pero no me quejo", dice.

José escucha atento el testimonio y asegura que las relaciones entre hombres y mujeres en la P-48 son únicamente de índole profesional. "No se permiten otras", agrega categórico. Está claro que no es el crucero del amor, aunque ciertas comodidades, como una pileta climatizada y un salón de juegos pueden despertar las suspicacias de los visitantes ocasionales.

"Hombre de fe", así se presenta Juan Carlos Gonçalves (34). "Soy protestante, y tres veces por semana nos reunimos aquí en la plataforma a leer la Biblia."

Técnico en mecánica, Juan Carlos trabaja como operador. Hace un año y 8 meses lo hace para la empresa petrolera. Oriundo de San Pablo, Gonçalves asegura que disfruta de los 21 días libres. "Comparto el tiempo con mi familia y con mi vocación de asistente social. Enseño a leer y reparto comida a quienes más lo necesitan." Casado desde hace 13 años y con una hija de 12, reconoce las dificultades de estar lejos de casa. "Al comienzo fue muy difícil para mi hija. Lloraba mucho; su mamá llamaba para contármelo. Las primeras semanas fueron duras, pero somos una familia y debemos hacer frente a las adversidades. No sólo se trata de un crecimiento económico, sino que tenemos la posibilidad de capacitarnos y de crecer profesional e intelectualmente."

Es consciente de que es un trabajo peligroso, de que las plataformas petroleras son como volcanes dormidos, capaces de despertar y entrar en ebullición. "Como bombas de tiempo -dice-. Pero estamos preparados para enfrentar cualquier accidente, cualquier desastre (ver aparte). Cualquier tensión la descargamos en el campo de juego."

-¿En qué campo? -De fútbol. Jugando fútbol. Armamos campeonatos; son excelentes. Tenemos equipo si quieren armar uno.

Es imposible imaginarse a un brasileño sin una pelota entre los pies. Verlo picar para marcar un golazo en el arco que da la espalda al azul profundo puede resultar una experiencia inolvidable.

Fabiana Scherer

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