domingo, 28 de septiembre de 2008

El Congo: el país de los "30 centavos por día", donde el culto a la moda es una adicción

"Me hace sentirme bien vestirme de esta manera", dice el hombre de 30 años cuando se le pregunta sobre un consumo tan conspicuo en una ciudad azolada por el desempleo, el delito y la falta de viviendas. "Me hace sentirme especial".

Pero Mosengo apenas puede permitirse esta pasión por la moda. Trabajó ocho meses en un empleo part-time en una casa de cambio de dinero para ganar lo suficiente sólo para este conjunto, uno de los treinta que tiene, de modo que no se pone lo mismo dos veces por mes. No tiene auto. Deja que una ex novia mantenga al hijo de 5 años de ambos y todavía vive con sus padres, donde duerme en una habitación sucia de paredes color azul que mejor podría definirse como un retrete con colchón.

Los amigos, la familia y su nueva novia le imploran a Mosengo que deje de derrochar todo su dinero en ropa y que liquide lo que tiene en el ropero. "Podríamos comprarnos una casa con ese dinero", dice Dirango Mubiala, el hombre que le vende la ropa, quien calcula que Mosengo gasta 400 dólares por mes.

A Mosengo no se le mueve un pelo. "Yo soy así", dice desde detrás de un par de anteojos blancos de Gucci. "Yo soy Sape". Mosengo es parte de un culto a la moda que nació hace décadas en este país del centro de Africa, cuyo nombre deriva de la jerga francesa que corresponde a ropa. Mucho antes que los metrosexuales, los hombres congoleses ya eran partidarios de la moda extravagante y la vanidad masculina heterosexual, recorriendo las calles como anuncios andantes para las marcas top del mundo. Estos devotos de la moda ostentaban sacos de piel y joyas chillonas a principios de los años 70, cuando la estrella del hip-hop norteamericana Sean Combs todavía iba al colegio, lunchera en mano.

"El hombre blanco puede haber inventado la ropa, pero nosotros la convertimos en arte", dice el músico congolés King Kester Emeneya, que ayudó a popularizar el movimiento Sape junto con el legendario Papa Wemba, conocido como el pope de los Sape. Emulado y admirado por una generación de músicos africanos, Wemba alguna vez hizo de la moda su religión y les decía a los devotos que lo que llevaban puesto era más importante que la escuela.

Algunos vieron al movimiento, que se hace llamar Sociedad para los Amantes del Placer y las Personas Elegantes, como una rebelión contra el ex dictador Mobutu Sese Seko, cuyos programas patrióticos incluían rebautizar a la ex colonia belga Zaire y reemplazar la ropa importada de Europa, como los trajes y las corbatas, por atuendos africanos tradicionales.


Wemba se ríe de las motivaciones políticas. "No tenía nada que ver con eso", dijo recientemente. "Sólo tenía que ver con verse bien". Su culto sobrevivió años de conflicto y devastación económica en Congo.

Cuando a Mobutu lo derrocaron los rebeldes en 1997, el país, rebautizado República Democrática de Congo, soportó casi cinco años de guerra civil e invasión de los países vecinos. Alrededor de 4 millones de personas murieron de hambre y de enfermedades, que siguen azolando a regiones del noreste. Los líderes internacionales esperan que las elecciones presidenciales del mes pasado –la primera elección democrática en más de 40 años- lance el proceso de reconstrucción.


Mientras el movimiento Sape sobrevivió gracias a un grupo de músicos y empresarios adinerados, también inspiró, para bien o para mal, a una nueva generación que creció en medio de la violencia, la pobreza y la incertidumbre. Un sábado reciente, en la principal arteria del distrito Bandal de Kinshasa, un reducido grupo de hombres bebía cerveza caliente y observaba cómo la multitud los miraba. La mayoría tienen veintipico de años y están desempleados. Su único dinero proviene de la venta de cocaína, opio y marihuana. No hay duda de adónde va el dinero. Se pavonean con su ropa de marca como actores sobre la alfombra roja. Yves Saint Laurent, Jean Paul Gauthier, Thierry Mugler. Uno llevaba puesto su saco de Versace al revés para mostrar la etiqueta de la marca.

Criados en una época que les ofreció poca esperanza u oportunidad, dicen que forjan sus identidades y su autoestima a partir de lo que llevan puesto. "Cuando me visto así, y me siento acá con una cerveza, nadie puede tocarme", dice Patou Coucha, 29, con un traje de Paul Smith color tomate. Tuvo que vender cocaína durante un mes para poder juntar los 1.500 dólares que le costó el atuendo, que se lo compró un amigo de segunda mano en Europa. "No le presto atención a nadie. Hago lo que quiero".

Los diseñadores japoneses hoy son los más requeridos, dicen. Yamamoto y Miyake. "Los hiphoperos norteamericanos no saben cómo vestirse", dijo Dede Forme, 27, desde sus pantalones rojos de Dolce & Gabbana y su camisa haciendo juego. "Nosotros estamos marcando el tono".

Forme pertenece a una de las muchas bandas Sape en Kinshasa, conocida por el nombre de "Guerra de 100 años". Entre las bandas rivales en otros barrios están "Guerra interminable", "Europa de 12" y "Guerra de 1.000 años". No portan armas y rara vez arman grescas, pero ocasionalmente invaden el terreno de otro vestidos, obviamente, de manera excéntrica, en lo que llaman un "Desafío de Sape". Blanden marcas de ropa, no cuchillos.

"Si los vemos caminar por nuestra calle, corremos a casa, nos ponemos lo mejor que tenemos y volvemos para demostrar que no somos unos cualquiera", dice Willy Biselele, 28, líder de los "Guerra de 100 años". El ganador es el equipo con la colección más cara o más extravagante. Una competencia reciente fue televisada por un canal local.

En la casa de sus padres, Mosengo se prepara para ir a la boda de un amigo. Piensa ponerse su posesión más valiosa: un traje Versace de leopardo blanco y negro con una gorra haciendo juego. Revuelve la ropa apilada en el piso, se trepa sobre 100 pares de jeans apilados en cinco valijas grandes y revisa las camisas y los zapatos desparramados por toda la habitación. Los vecinos lo apodaron "Bilele", el término en Lingala para ropa. "Realmente necesito un lugar para mí", refunfuña.

Mientras se viste, Mosengo habla sobre su futuro. Reprobó sus exámenes de la secundaria cuatro veces antes de aprobar y no tiene ambiciones profesionales, más allá de, algún día, tal vez, convertir su ropero en una tienda de ropa.

Minutos después, una vez que se ha calzado su traje Versace, Mosengo es otra persona. Sale de su habitación como si fuera una estrella de rock. "Las mujeres se sienten impresionadas", dice. "Peor no lo hago por eso".

Sentada cerca de él en un sillón, mientras se aplica una leche facial antes de salir, su novia sacude la cabeza. "Gasta mucho dinero", dice Nancy Kalemba, 24. "Para ser honesta, no me gusta. Prefiero que gaste el dinero en otra cosa. No necesariamente en mí, pero en su futuro".

Los vendedores de ropa no son los únicos beneficiarios del empuje del movimiento Sape en los barrios de bajos ingresos. El movimiento ayudó a que prosperara una industria impensada: las manicuras callejeras. En lugar de ir a salones de belleza costosos, los miembros del movimiento Sape se hacen las manos en la calle y quienes les arreglan las uñas son chicos que alguna vez lustraban zapatos y que ahora llevan kits de manicuría e intentan atraer clientes sacudiendo unas botellitas de vidrio.

"No pueden vivir sin un turno cada dos semanas", dice la manicura Akunia Dimu, 21. Casi la mitad de los que pagan por sus servicios de manicuría de 20 centavos son Sape.

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© Los Angeles Times.

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