martes, 6 de marzo de 2007

La realidad...

Los límites tienen una cuota de monstruosidad. Fronteras, muros (y murallas), medianeras, alambrados, sucesión de puntos, trazos marcados con el dedo índice en la arena dividen y separan mundos, gustos, culturas, esto de aquello. Y también despiertan vértigo; no aquel que brota cuando uno se enfrenta al precipicio o al desafío geográfico de la altura, sino el que asalta al advertir la prohibición, la transgresión de la norma. Por algo el límite es inconcebible sin el azote virtual de la amenaza: el “no pasar” (o en su versión bíblica, “no pasarás”), aquel reto a priori que además de prenunciar una sanción, separa de antemano a aquellos que pertenecen (“los nuestros”) de aquellos que no (el extranjero, “los otros”, “ellos”).

Desde ya que el límite es más que una línea: la división geopolítica, por ejemplo, no descansa en la separación de parcelas de tierras, ríos zigzagueantes, islas desiertas o accidentes orográficos; dispara la profusión de etiquetas nacionalistas (como rasgos identitarios que se adosan al nombre y al apellido así como a la carga genética que expresa su carácter único e irrepetible en un bigote, en un jopo, en un dedo) destinadas al roce permanente (el turista que deambula a los codazos en el extranjero; los deportes colectivos como reescenificación lúdica de enfrentamientos bélicos).

Y si los límites abren grietas y pliegues que se sedimentan geológicamente en la subjetividad, también distribuyen ideas: al fin y al cabo, el limes romano –frontera exterior del Imperio que llegó a su mayor extensión con el muro de Adriano en Greenhead, Gran Bretaña, hacia el año 117–, la Gran Muralla China –barrera contra los “bárbaros” construida durante la dinastía Han en el 202 a.C. para prevenir invasiones y que definitivamente no se ve desde el espacio–, el Muro de Berlín, además de ser ominosas construcciones arqueológicas, políticas y económicas, concatenan pretensiones de estabilidad y fijeza (mantener la consistencia y continuidad de un orden interno por el mayor tiempo posible; ahuyentar el miedo que siempre precede al derrumbe) y ordenan en un mapa dinámico –y con más similitudes al juego de estrategia militar TEG de lo que se cree– acomodando espartanamente sus casilleros: formas de ver, pensar y sentir el mundo.

Fácil sería la vida si los límites fueran solamente de piedra, plausibles de ser tumbados con la misma velocidad de hormiga con la que se levantaron. Hay límites más persistentes que no sólo detienen y constriñen; también hacen de faro indicando un punto a temer pero también a superar: son las fronteras biológicas, físicas, químicas, astronómicas, éticas cuya perenne persistencia las confunde una y otra vez con constantes inmodificables y eternas, que anteceden y sobrevivirán a la especie humana como las columnas atómicas que sostienen al universo.

Viaje hacia la realidad ultima

El atractivo magnético que irradia el límite explica con sencillez la persistencia y popularidad de un libro (en realidad, muchos libros en uno), que legitima y enaltece la rareza y lo extremo, y sigue en pie desde hace 50 años sin que ningún Dan Brown o J. K. Rowling lo pueda tumbar: el Libro Guinness de los Récords actúa a contramano de lo que pasa en la vida diaria: en vez de esconder el defecto o la virtud inocua, hay personas quegastan esfuerzo, dinero y tiempo para “entrar” en él y así mostrar al mundo aquello que los hace verdaderamente especiales.

La fórmula del éxito freak no se mantiene en secreto: más alto, más viejo, más gordo, más larga, más, más... Y no se queda ahí; trasciende la performance para convertirse en el modo (presente) de ser de las cosas. Algunos de estos límites son naturales, otros simplemente humanos. El universo y el grado actual de la “conquista espacial” (como si el espacio fuera un territorio virgen y rocoso a ser descubierto y reclamado) lo demuestra: luego de 27 años de viaje sostenido y solitario (fue lanzada desde Cabo Cañaveral, Florida, el 5 de septiembre de 1977), la sonda Voyager 1 puede quedarse tranquila; ya es única: a fin de cuentas, el 17 de febrero de 1998 superó a la Pioneer 10 y se consagró como el artefacto humano que más lejos ha llegado al sobrepasar con sus antenas, paneles solares y otros aparatos vetustos las fronteras finales del Sistema Solar y adentrarse en lo que los astrónomos advierten como “una zona de fuertes tormentas magnéticas” a 14 mil millones de kilómetros del Sol.

Se cree –con justa razón– que la Voyager mantendrá tal distinción por largo tiempo. La competencia humana está casi descartada: Jim Lovell, Fred Haise y Jack Swigert, astronautas de la Apolo 13, además de ser recordados por lo que casi se convirtió en una tragedia y llegó al cine con Tom Hanks a la cabeza, ganaron el privilegio de ser los humanos en haber llegado más lejos cuando sobrevolaron el lado oscuro de la Luna a 400.171 km desde la Tierra el 15 de abril de 1970. Frontera tecnológica, frontera económica, pero con el tiempo y el dinero franqueable al fin.

No ocurre lo mismo con ciertas peculiaridades espaciales; bueno, al menos hasta que se descubran otras. Es el caso de la “estrella Liliput”, o mejor dicho, la estrella más pequeña del universo: “OGLE-TR-122b”, observada por el Very Large Telescope del Observatorio Europeo Austral (Chile). Pesa menos de un décimo que el Sol, mide la octava parte y es sólo un 16% más grande que Júpiter.

O lo que ocurre con la constelación más pequeña: la Cruz del Sur (Crux Australis) que ocupa tan sólo un 0,16% del cielo (68.477 grados cuadrados) y que solamente se la puede apreciar las noches claras en el hemisferio Sur; el objeto más luminoso (el cuásar APM08279+5255, descubierto en marzo de 1998 en la constelación de Sagitario y que, según se estima, sería entre 4 y 5 millones más brillante que el Sol) y la galaxia más grande (la galaxia central del cúmulo Abell 2029, a 1070 años luz en la constelación de Virgo; su diámetro es de 5.600.000 años luz, algo así como 80 veces el diámetro de la Vía Láctea).

La quietud

Del tiempo –que tanto se confunde con el clima– se habla en todos lados: en la televisión (donde el meteorólogo-estrella le roba cámara al astrólogo), en los ascensores (como tema único de conversación capaz de llenar con esas charlas vacías los silencios incómodos y aparentemente eternos), cuando hay días cálidos en julio o gélidos en enero. Acá y allá, es siempre un tiempo atado a una sensación cotidiana, conocida e imaginada. Nada más lejos del “tiempo teórico” y del “tiempo límite”: el frío y el calor extremos. Que si se los busca, se los encuentra: en el interior de la nebulosa Boomerang, de la constelación del Centauro, por ejemplo, anida el lugar más frío del universo. Allí, a cinco mil años luz de la Tierra, esta nebulosa reluce despampanantemente toda su gelicidad. ¿Cuánto frío? 272 grados centígrados bajo cero, un grado más caliente (o lo que es lo mismo, menos frío) que el punto en el que todo movimiento se detiene: el cero absoluto (-273,15ºC o cero grados Kelvin). Se supone, por ende, que las cosas deben ser bastante lentas en esos lugares si se considera que lo que se conoce como “temperatura” de un cuerpo no es más que la velocidad a la que se mueven sus átomos.

“Esta nebulosa es el resultado final de una estrella moribunda que expulsa vientos de más de 500 mil kilómetros por hora desde hace 1500 años”,aclara Ferdinando Duccio Macchetto, astrofísico italiano que detectó el lado fío de esta nebulosa escudriñando el cielo con el Telescopio Hubble.

A diferencia de la Voyager, que disfruta en soledad su título muy bien conseguido, la nebulosa Boomerang sí tiene contrincante. Eso sí: depende de qué libro se consulte. La “trampa” –si se la puede llamar de esa manera– radica en que se consiguió una temperatura aún menor en un laboratorio: ni más ni menos que un nuevo estado de la materia conocido como “condensado Bose-Einstein” (que se comporta como un gas, pero no lo es) al que llegaron en 1995 varios físicos de la Universidad de California en Berkeley (Estados Unidos) quienes enfriaron átomos de rubidio hasta sólo una milmillonésima de grado por encima del cero absoluto, por lo que ganaron con justicia el Premio Nobel de Física en 2001.

Como el Ying tiene al Yang, el arriba al abajo, este registro tiene también su reverso: la temperatura más alta conseguida por el ser humano –los inimaginables 2 mil millones de grados Kelvin– alcanzada por científicos utilizando la “máquina Z” del Sandia National Laboratories en Albuquerque, Nuevo México, Estados Unidos, en febrero de 2006.

El tiempo si para

Y así como hay una temperatura tope, hay también un tiempo límite, alejado por supuesto de toda experiencia humana. Es la arena y dominio de los attosegundos.

“El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata pero yo soy el río; es un tigre que me destroza pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. Así, con tanto desparpajo, el autor de Otras Inquisiciones le rinde homenaje a aquel personaje, democrático y tirano, que vuela, que vale oro, que cura todas las heridas, que es relativo, y que por siglos para el ser humano fue lisa y llanamente circular (el eterno retorno asentado en los ritmos de la vida y la muerte, el día y la noche, la abundancia y la sequía). De ahí en más, el tiempo fue continuamente fragmentado, rebanado como una unidad que no le esquiva al reduccionismo: siglos, años, meses, semanas, días, horas, segundos, y desde la aparición del rayo láser en los sesenta, milisegundos (milésima parte de un segundo), microsegundos (millonésima de segundo), nanosegundo (milmillonésima de segundo), picosegundo (billonésima de segundo) y femtosegundos (milbillonésima de segundo, y que es a un segundo aproximadamente lo mismo que un segundo es a 100 millones de años).

La “barrera del femtosegundo” tuvo sus 15 minutos de fama. Hasta que finalmente se desvaneció: cuando un equipo internacional de físicos, capitaneados por Paul Corkum, del Steacie Institute for Molecular Sciences en Ottawa (Canadá), generaron por medio de un complejo láser de alta energía un pulso de luz que duró apenas la mitad de un femtosegundo: 650 attosegundos. Nada (o casi nada): 0,000000000000000001 segundos. ¿La unidad temporal fundamental? Nadie lo sabe.

No es un pajaro, no es un avion, es un electron

Ni arriba ni abajo, ni este ni oeste. En el universo establecer el lugar de una cita sin punto de referencia certero arañaría la categoría de odisea. Pero si hay algo cierto y físicamente inamovible es aquella barrera infranqueable que se mira pero no se toca: la velocidad de la luz (300.000 kilómetros por segundo o para pecar de precisos, 299.792,458 kilómetros por segundo). Nada conocido se mueve más rápido. Es axiomático: “Nada que tenga masa puede igualar la velocidad de la luz”. Sobre ese postulado se erige la Teoría de la Relatividad einsteniana, una prohibición que si bien nadie ni nada derrumbó, hay objetos que la rozan.Es el caso de unas burbujas de gas caliente del tamaño de Júpiter incrustadas en corrientes de material expulsado de galaxias hiperactivas conocidas como “blazars” (resplandecientes). Y según los últimos datos presentados, sus eyecciones se desplazan a 99,9% de la velocidad de la luz. Una enormidad. Nadie sabe cómo es posible esto o si hay aún algo más detrás. Lo que sí está claro es que es un fenómeno natural deslumbrante.

Sin conseguir imitar del todo estos exabruptos de la naturaleza, los artefactos humanos lo intentan. Así las sondas Helios 1 y Helios arremetieron contra los límites posibles de velocidad y rozaron los 252.800 km/h en su vuelo alrededor del Sol en 1974, para convertirse de un día para el otro en los artefactos más veloces jamás construidos.

Con estos parámetros en mente y siguiendo con el ímpetu ansioso y siempre disconforme que conduce a la experimentación, un grupo de investigadores alemanes se encaminaron a responder un interrogante que desde la consolidación de la teoría atómica altera a los detractores de la empiria, los teóricos: ¿cuánto tiempo le toma a un electrón viajar de un átomo a otro? Y tras la respuesta fueron: analizando la dinámica de los electrones en el caso los átomos de sulfuro sobre un metal rutenio, el equipo llegó a una conclusión inesperada: los electrones saltaban disparados del sulfuro hacia la superficie metálica en algo así como 320 attosegundos. Un lapso mucho menor del esperado y que lo catapulta a la categoría del fenómeno más rápido visto directamente en la física de estado sólido.

Freak show

El mundo biológico, en cambio, no está impregnado por el asombro y la angustia astronómica que despiertan las grandes extensiones de parcelas espaciales ni por la cara efímera del tiempo y la rispidez de la física que desbaratan cualquier sensación de jovialidad. Los límites del mundo de lo vivo, ese mundo aparte, casi insular en un mar de materia inerte, asaltan con sus extremos siempre tendientes a la descolocación. Se entiende: a diferencia de las distancias siderales del espacio o de la inasibilidad inherente al tiempo, lo vivo rodea y se ancla en lo imaginable, en lo próximo. Así la vida más simple (los micoplasmas, los organismos más pequeños conocidos que no superan las 150 millonésimas de milímetro) golpea con su ascetismo existencial; la bacteria más grande (llamada Thiomargarita namibiensis y visible a ojo desnudo con sus 0,75 mm de ancho) arrincona con su excentricidad estructural; la molécula más hedionda (etil mercaptan –C2H5SH– y butylselenomercaptan –C4H9SeH–, las sustancias más pestilentes de los 17 mil olores clasificados hasta la fecha) desata inconscientemente una mueca de asco.

Los freaks que hacen del circo el reino de lo bizarro también están presentes: la mujer con el cabello más largo (la china Xie Qiuping cuya cabellera midió 5,627 m); y el hombre más alto vivo (Xi Shun, también chino, que mide 2,36 cm).

Lo frío y lo caliente, lo lejano y lo cercano, el alto y el bajo, lo simple y lo complejo, el arriba y el abajo son más que pares contradictorios que no pueden ser sin el otro. Son coordenadas constitutivas y parámetros organizadores que ocultan siempre una pregunta (la inquisición por la naturaleza de las cosas) y la posibilidad remota (¿imaginaria? ¿hipotética?) de otros ámbitos de existencia. Son los límites arquitectónicos, los códigos de barras de la fábrica del cosmos que hacen que el universo sea uno: éste y no otro.

Federico Kukso
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